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Eduardo Jordá

Fora Món

«Fora Món», decía mi abuela con grandes aspavientos cuando le hablaban de algún lugar que no conocía o que le parecía muy extraño, «això és Fora Món». Mi abuela era de Manacor pero era nieta de napolitano, y cuando tenía que expresar su sorpresa o su rechazo sabía utilizar el repertorio gestual de un actor de la commedia dell’arte. Una vez le dije que iba a Argel a pasar el día con mi padre y mi hermano –había vuelos chárter de Spantax que iban y volvían de Argel en el mismo día–, y al oírlo, mi abuela exclamó aterrorizada «¡Fora Món!», como si estuviera ahuyentando con un conjuro mágico a un vampiro de colmillos ensangrentados. Y lo mismo hizo cuando le hablé de Irlanda o de Londres o del sur de Francia. Incluso Madrid era para ella «Fora Món», y si no decía que Ibiza era «Fora Món» era porque tenía una parte de la familia –lejana, sí, pero familia al fin y al cabo- que vivía allí. Menorca, en cambio, formaba parte de ese hemisferio desconocido –lejano, misterioso, incomprensible– al que denominaba «Fora Món» porque mi familia no tenía familiares ni conocidos menorquines, así que nada nos unía a una isla que pertenecía a la misma unidad provincial. Mallorca y Menorca pertenecían a una misma entidad geográfica, pero esa realidad administrativa no tenía ninguna influencia en la inalterable visión del mundo que tenía mi abuela. Menorca era «Fora Món». Y no había nada más que hablar. En realidad, mi abuela dividía este planeta en dos hemisferios claramente diferenciados: «El Món», que era únicamente Mallorca, o mejor dicho, la pequeña parte de Mallorca que ella conocía (Valldemossa, para ella, limitaba peligrosamente con «Fora Món» porque la carretera le parecía demasiado peligrosa), y el resto del mundo que formaba parte de esa Terra Incognita que ella denominaba «Fora Món», es decir, lo que ni siquiera era digno de ser considerado mundo porque no poseía ni una sola cualidad que le diera derecho a formar parte de él. Supongo que mi abuela no era la única persona de Mallorca que hablaba así y que mucha gente de su generación, nacida a comienzos del siglo XX, veía las cosas del mismo modo: «Mallorca» y «Fora Món». O dicho de otro modo: lo conocido y lo comprensible frente a lo desconocido e incomprensible (y que por eso mismo no suscitaba ningún deseo de ser conocido). Y cuidado: Mallorca (es decir, el mundo) ni siquiera comprendía la isla entera, porque se reducía a un microcosmos particular que sólo incluía unas pocas calles, unos pocos familiares y conocidos y unos pocos recuerdos de infancia. Eso era todo. Durante mucho tiempo pensé que ese mundo de mi abuela -que murió en 1975, justo el mismo año en que murió el dictador Franco- había desaparecido por completo, pero tengo la impresión de que esa división mental que separa la realidad entre dos hemisferios incompatibles se está extendiendo de nuevo entre nosotros. Y justamente cuando vivimos en un mundo hiperconectado en el que parece que todo se ha vuelto pequeño, es cuando esa visión compartimentada y en el fondo pueblerina y tribal empieza a imponerse de nuevo entre personas que supuestamente deberían haberla superado por completo. Si pensamos en las polémicas ideológicas que vivimos a diario; si pensamos en los debates lingüísticos que inundan la conversación pública; si pensamos en las ideas –o más bien en los estereotipos y en los simulacros de ideas– que se enseñan en las universidades y en los colegios y se discuten en los parlamentos, la triste realidad es que hemos vuelto a la misma partición mental entre dos hemisferio incompatibles que llevaba a mi abuela a gritar «Fora Món» cuando le hablaban de algo que le parecía demasiado lejano o demasiado extraño. Parece como si todos nos hubiésemos recluido en los hábitos mentales de un mundo pequeño y receloso y desconfiado. Parece como si viviéramos en una pequeña comunidad amenazada en la que todo nos da miedo y nos inspira temor porque acaba convirtiéndose en una amenaza. Es como si de pronto nos hubiéramos vuelto todos pueblerinos y suspicaces y viviéramos rodeados de vecinos chismosos que nos espían y nos vigilan. Es como si de pronto tuviéramos todos que pronunciar un conjuro mágico contra las ideas o las opiniones que nos parecen inadmisibles o incluso diabólicas. Lo vemos en la política y lo vemos en la economía. Lo vemos en los programas educativos que supuestamente enseñan a nuestros hijos a enfrentarse a la vida. Lo vemos a diario, sea donde sea. Y cada vez vivimos más prisioneros en esa oxidada visión mental que divide el mundo entre la realidad conocida y habitable y todo lo que queda fuera y es inaceptable justamente porque queda fuera y ya no es más que «Fora Món». Y ahí estamos.

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