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Isidoro Sánchez

Bonnin y Loynaz, de ida y vuelta

El 10 de diciembre de 1992, a las 5 de la tarde, me recibió en su casa de El Vedado, en La Habana, la escritora Dulce María Loynaz, hija del general Loynaz. Había sido nominada en España como Premio Cervantes por su obra literaria. Ese día cumplió 90 años y había recibido del ayuntamiento de la capital cubana el Premio de la Giradilla. La reunión me la facilitó el recordado amigo y vecino de La Orotava, Paco González Casanova, presidente de la Asociación José Martí de Tenerife y amigo de Fidel Castro.

Cuando hablo o escribo de este encuentro en La Habana siempre recuerdo a Dulce María muy cansada por cuanto esa mañana había recibido el Premio de la Giraldilla de manos del alcalde de La Habana en reconocimiento al acuerdo adoptado por parte de la Academia de la Lengua de España que la nominó Premio Cervantes. La hora de mi visita a la casa de Dulce María en El Vedado la había marcado el gobierno cubano, anfitrión de mi visita oficial a Cuba por mi condición de diputado europeo y miembro de la comisión de América Central. Un comisario político me acompañó durante toda mi estancia en La Habana, incluso cuando fui a saludar a mi familia n San Antonio de los Baños. Curiosamente se había casado con la viuda del Che Guevara. Le expliqué mi interés en saludar a Dulce María Loynaz por cuanto era amiga de algunos ciudadanos de Tenerife además de Hija Adoptiva del Puerto de la Cruz desde 1951. También por ser autora de la novela de viajes Un verano en Tenerife, de la colección literaria que Aguilar había editado en 1958 en Madrid recogiendo lo que Dulce María leyó, vio y le contaron en sus viajes de verano a Tenerife, y de manera particular al Puerto de la Cruz donde se alojó en el Hotel Taoro de la época, así como los capítulos que le dedicó a mi Villa natal, La Orotava, así como al Teide, a sus volcanes y sus cañadas donde había trabajado como director del Parque Nacional en los años de 1970. Lo cierto fue que le llevé un ejemplar de Un verano en Tenerife para que me lo firmara y un callejero de la capital tinerfeña donde aparecía su nombre. Al principio estaba un poco tensa conmigo al saber que yo era canario y me criticó que en las Islas la teníamos abandonada. Cuando vio el libro editado en 1958 y reeditado en 1992 por el gobierno de Canarias, cambió de cara, lo besó y lo apretó a su corazón. Aquella mujer cambió total y absolutamente su cara. Menos mal que llevaba el opúsculo Poemas Náufragos que había comprado en la biblioteca de la Universidad de La Habana y me lo dedicó cariñosamente. Entonces comenzó a preguntarme por los amigos canarios de su esposo tinerfeño, Pablo Álvarez de Cañas, y que había conocido en su visita a Tenerife, entre ellos Guimerá, Bañares, Celestino González, Domingo Cabrera, González de Mesa, Francisco Bonnin, y Yaya Reimers, María Rosa Alonso y Elisa Machado, entre otras.

Volví a saludarla en diciembre de 1993 y me dedicó su libro del viaje a Canarias, y en la primavera de 1994, cuando acompañé al presidente Manuel Hermoso a su casa de El Vedado. A partir de entonces se abrió un mundo de relaciones culturales y turísticas entre Cuba y Canarias. La figura de Dulce María surge de manera significativa en las dos orillas del Atlántico y la prosa poética de Loynaz se convierte en un icono en las dos Islas. Máxime cuando se combina con el legado técnico y científico del naturalista alemán Alejandro de Humboldt y resurge el mundo de la emigración canaria de mano de la globalización por las entidades canarias en el exterior. Circunstancias de la vida política hacen que participe en Cuba los años posteriores cuando entramos en el siglo XXI con un nuevo orden internacional. La poesía loynaziana, la música cubana y los audiovisuales adscritos a Dulce María Loynaz en Canarias nos llevaron a coparticipar con un grupo de amigos cubanos en el proyecto En el jardín. Así hasta llegar a enero de 2022 cuando celebro mis ochenta años de natalicio y vuelve a aparecer la vida y obra de Dulce María de la mano de don Francisco Bonnin. Y todo por culpa de mi familia que descubre en Las Palmas de Gran Canaria un cuadro de Francisco Bonnin Guerín, maestro y acuarelista canario nacido en la capital tinerfeña en 1874, amigo de Dulce María Loynaz cuando su visita a Canarias en los años de 1947, 1951, 1954 y 1958 y protagonista del capítulo XIX de su novela de viajes canarios, titulado Las acuarelas de Bonnin. Gracias al descubrimiento pictórico familiar nos encontramos que el cuadro de Bonnin Guerín se lo había llevado Dulce María a La Habana y se lo regala en 1989 a su amigo Juan Gualberto Ibáñez Gómez, nieto de otro militar cubano de la guerra de la Independencia cuando España perdió Cuba. Entonces acudí al azar concurrente del escritor cubano, Lezama Lima, para explicar y justificar cómo había llegada a mis manos este cuadro de Bonnin, titulado Paisaje y que se expuso en Madrid, en el mes de noviembre de 1946, a los pocos años de mi nacimiento, catalogado con el número 69 de las 80 acuarelas expuestas. Fue un viaje de ida y vuelta. Tenía claro lo que el profesor y paisano orotavense, Alfonso Trujillo escribió de la obra de Bonnin Guerín y lo que explicó más tarde la profesora cubana, Nara Araujo, acerca de la huella literaria de Dulce María Loynaz.

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