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José María Asencio Mellado

Leyes hagas y las entiendas

La Ley 17/2021, sobre régimen jurídico de los animales, nos ha deparado una sorpresa, una más en este momento de certidumbres cada vez más evidentes. Dicha ley, tanto en su Preámbulo, como en el nuevo artículo 914, bis del Código Civil, en dos ocasiones, confunde la figura del causante, el testador fallecido y el causahabiente, el heredero. Y llama, por el contrario, al testador causahabiente y, debe entenderse que al hacerlo así considera al heredero el causante. Hereda así el testador fallecido y testa el heredero, que vive. No es broma.

Tenemos así, por obra y gracia del legislador, que el destino del animal que se transmite mortis causa, en un testamento, pongamos que es un perro, no lo determinará el testador en su testamento, sino el heredero que debe heredar y que debe acoger al perro heredado. Y que lo decidido en el testamento será irrelevante, porque lo que habrá que cumplir es lo que diga el heredero en su testamento. Conforme a la ley, pues, habrá que esperar a que muera el heredero para saber qué pasará con el perro del testador.

La ley no se puede aplicar porque es lógico que quien dispone sobre sus bienes es el causante, el que fallece y testa y que el que hereda no vincula con su testamento a sus ascendientes que le ceden sus bienes. Porque estos últimos habrán fallecido si se está ejecutando su testamento.

Con animus iocandi, que es necesario ante estas cosillas, pero sin faltar y porque la cosa tiene su gracia, aunque sin duda es seria, vamos a rizar un poco el rizo e incurrir en los mismos errores del legislador que, todo sea dicho, en mis tiempos, le hubiera significado el suspenso inmediato. Claro que eran épocas oscuras en las cuales se aplicaba eso de la capacidad y el mérito, condiciones que, bien es sabido, son discriminatorias porque no aseguran la igualdad de todos para todo.

Veamos diversas situaciones tan absurdas como las que la ley, publicada y en vigor, ha declarado:

Primera: Si el causahabiente, el heredero, se convierte según la ley en el testador, a su vez el que hereda debe ser el causante, que ha fallecido. Resultado: que la ley resucitaría al testador, pero mataría al heredero. Un hecho que no es jurídico, sino un milagro que ni siquiera la mayoría absoluta y nuestro presidente pueden conseguir. De momento al menos. Y nunca por ley, aunque logre todos los apoyos necesarios. Bueno es recordarlo.

Segunda: Bien podría suceder, que el testador fuera el perro, que el objeto de la herencia fuera lo transmitido, que sería el heredero y que el heredero fuera el causante, fallecido. Mala solución. Porque estaríamos matando al perro por ser el testador, aunque resucitaríamos al causante, el dueño del perro, una buena obra o milagro. El problema es que lo transmitido, el heredero, sería en régimen de propiedad, es decir, el heredero pasaría al causante que, aunque muerto habría resucitado.

Tercera: Podría pasar, en fin, que el heredero fuera el perro, que el causante fuera el testador de verdad, que permanecería fallecido y que el heredero legal, el causahabiente, se convirtiera en lo transmitido, es decir, el objeto de la transmisión. Aquí la cosa es más complicada porque el heredero pasaría a ser propiedad del perro, lo que tampoco parece excesivamente problemático en este momento, dada la plena igualdad de todos los seres vivos y sintientes. Todo se andará. Esta idea creo que gustará a los animalistas fundamentalistas.

Lo que llama la atención, ya en serio, es que de este desaguisado no se hayan dado cuenta los Padres de la Patria que han aprobado la ley, el Ministerio de Justicia y los asesores miles que no deben asesorar mucho. Están para otras cosas.

Tal vez esto se explique por el signo de los tiempos en los que nos ha tocado vivir, en los que nuestros modernos legisladores son más activistas y tuiteros que diputados o ministros. De ahí que las escasas leyes (gracias a Dios) que se han promulgado en esta legislatura, salvo excepciones contadas, sean un cúmulo de despropósitos, que responden a todos los calificativos en boga (resiliencia, transformación, sostenibilidad etc…), pero de escasa o nula efectividad real.

Lo de los asesores y técnicos, visto lo visto, es algo más grave y con causas bien conocidas. Este gobierno decidió, desde un primer momento, prescindir de la Comisión General de Codificación, independiente y de alto nivel técnico. No la cerró, no puede, pero la dejó inactiva, optando por encargar los informes legales a «sus» técnicos elegidos a dedo. Esto, sin dudar del rigor de muchos de los escogidos, suele conllevar que el designado avale todo lo que se le pide, con el entusiasmo propio de la adhesión que la política impone. Si a eso se suma la necesidad de combinar y coordinar las reivindicaciones de los mil grupos que conforman la coalición de gobierno, el resultado muchas veces no puede ser muy distinto al caos y los gazapos, lo menos grave a lo que nos arriesgamos.

Lo ideológico es consustancial a la pluralidad. No existe lo apolítico, aunque sí la desazón y rechazo al partidismo ciego. Las leyes siempre han respondido a ideologías, obviamente. Cuando se habla de leyes ideológicas, y cualquiera lo entiende, nos referimos a normas que quieren imponer una ideología y en aspectos que entran de lleno en la ética personal y en la educación, como una imposición de una parte a la otra de la sociedad. Los totalitarismos de todo signo han actuado siempre así. Pero, en democracia, es perder el tiempo. Las elecciones impiden perpetuar personas, éticas, memorias de Estado y verdades absolutas.

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