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Observatorio

La desglobalización que no fue

La desglobalización que no fue El Día

A principios de 2020, cuando el covid comenzó a expandirse y el mundo se confinó, los intercambios económicos internacionales se hundieron y se habló con fuerza del fin de la globalización. La economista jefe del Banco Mundial, Carmen Reinhart, llegó incluso a decir que la pandemia era el último clavo en el ataúd de la globalización. Los anteriores habían sido la crisis financiera de 2008 y su resaca de rescates y políticas de austeridad, que alimentaron y legitimaron a los movimientos críticos con el capitalismo y llevaron, entre otros factores, al brexit o a la elección de Trump, los dos grandes hitos del nacionalismo y la desintegración económica recientes en Occidente. Pero Reinhart identificaba algo más profundo. La pandemia ponía de manifiesto los riesgos de la integración comercial porque, de un día para otro, nos habíamos dado cuenta de que el 80% del paracetamol que consumíamos provenía de China o de que éramos incapaces de producir suficientes mascarillas o respiradores.

Así, ante el riesgo de depender para bienes clave de un adversario geopolítico, se vislumbraba una reversión de décadas de deslocalización industrial hacia los países emergentes para aumentar la autonomía y la resiliencia de las economías occidentales. Habría una revisión estratégica de las vulnerabilidades derivadas de las cadenas globales de suministro y una nueva política industrial para acelerar el desarrollo del 5G, el hidrógeno verde o los avances en inteligencia artificial. Parecía el corolario natural de la guerra comercial y tecnológica entre China y Estados Unidos de los años anteriores y ponía de manifiesto que la ideología neoliberal que invitaba a fiarlo todo al mercado había fracasado.

Dos años después, podemos empezar a ver dónde estamos y cuántos de estos presagios se han cumplido. La anunciada desglobalización no se ha producido. El rebote del comercio internacional ha sido casi tan intenso como su caída y las empresas se han dado cuenta de que, en términos generales, relocalizar producción –dadas las enormes diferencias de costes entre países– no es tan buena idea.

Sin duda se ha abierto un debate sobre los sectores estratégicos y la dependencia económica o energética externa, que en la Unión Europea ha puesto de moda el término «autonomía estratégica» (que, por cierto, la crisis de Ucrania está demostrando que por el momento no tenemos), pero esto ha afectado a un porcentaje pequeño de la economía. Y por muy preocupados que estemos por la inflación, que tiene uno de sus orígenes en los cuellos de botella en las cadenas de suministro globales, las empresas tienen enormes incentivos para realizar las inversiones pertinentes que hagan que gradualmente se vayan recuperando los suministros. De hecho, cada vez hay más informes que señalan que la globalización aumenta la resiliencia de las economías ante eventos imprevistos, sobre todo si hay suficiente diversificación de proveedores.

Por último, más allá de las restricciones al turismo y la movilidad, que también deberían irse reduciendo conforme dejemos atrás la pandemia, el comercio de servicios digitales ha experimentado un boom sin precedentes que seguramente esté aquí para quedarse.

Pero mientras la economía real ha vuelto a cierta normalidad mucho más rápido de lo previsto, se ha producido una rápida corrosión de las estructuras de gobernanza y cooperación económica multilateral. Salvo contadas excepciones como el acuerdo sobre fiscalidad de las empresas multinacionales, la reforma de la Organización Mundial del Comercio sigue bloqueada, el G-20 tiene dificultades para lograr avances y las grandes potencias cada vez se sienten más cómodas operando de forma unilateral o mediante un minilateralismo selectivo que cada vez se parece menos a un tipo ideal de gobernanza global efectiva. Nuestro fracaso colectivo a la hora de llevar suficientes vacunas a los países en desarrollo o nuestra timidez y miopía para luchar más decididamente contra el cambio climático son buenas pruebas de ello.

Esto está dibujando un escenario de creciente hostilidad en las relaciones internacionales que está llevando a una regionalización de la economía mundial. Los distintos bloques se repliegan sobre sí mismos y la interdependencia se vuelve un arma arrojadiza, ya sea mediante la utilización política de inmigrantes y refugiados, la diplomacia de las vacunas, el racionamiento energético o la imposición de estándares tecnológicos. Si a esto se añade la posibilidad de sanciones económicas occidentales a Rusia o China, los aranceles medioambientales que se empezarán a establecer a lo largo de este año, el nuevo apetito por los controles de capital en algunas economías emergentes y el posible bloqueo a las inversiones extranjeras en cada vez más países, incluidos los ricos, en los próximos años podríamos ver una lenta pero paulatina erosión de la globalización.

Para autores como Dani Rodrik, que alertan desde hace años de que la globalización ha ido demasiado lejos y que es necesario ponerle límites y repartir mejor sus beneficios con el fin de evitar su completa deslegitimación (que llevaría a su indeseable colapso), esto no sería una mala noticia. Pero para que Rodrik tenga razón, sería necesario pactar nuevas reglas en los foros internacionales. Y con los tanques rusos en la frontera de Ucrania, esa no parece tarea fácil.

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