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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

No está bien

Por lo que he estado averiguando, madurar no está bien. No es bonito, no es cool.

Una gasta, literalmente, sus mejores años de juventud sin reparar en que, mientras transcurren todas esas noches de marcha, todos esos rones, todos esos gritos a coro en las plazas, nos estamos deslizando inexorablemente hacia la vejez que, hasta que aparece, siempre es la de otros.

En esos días en los que nada se deja para después, es curioso que, aunque creemos tener todo el tiempo por delante, hijas del rocanrol y la eternidad, nos comportemos como si no hubiera un mañana.

Pero –cantó Rocío Jurado– el invierno llega aunque no quieras. Vaya si llega.

Llega, un día, ay, a las rodillas, al intentar levantarse del modo saleroso que lo hacíamos antes o agacharnos, ilusas, para alcanzar la punta del zapato con las yemas de los dedos. Hasta que, al cuarto intento, decides abandonar porque ya se sabe que todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía.

Llega luego al resto de las articulaciones, que se obstinan en chirriar, primero levemente y luego sin complejos, en privado y en público, como ensayando para el concierto lamentable que se avecina.

Llega a la fluidez de pensamiento y habla. Y nos las arreglamos, entonces, como podemos, para disimular las elipsis, las lagunas, las digresiones sin vuelta atrás. Nos las componemos, en fin, para no tener nostalgia de cuando hablábamos seguido.

Llega a las sienes, a las raíces y al surco nasogeniano. Y un día intuyes, de refilón, en el espejo, a una señora que te recuerda lejanamente a ti y no la saludas porque si lo haces, estás reconociendo su existencia.

En esto de la mediana edad –permítanme el insufrible eufemismo– hay grupos, como en todo. El peor, a mi juicio, es el que sentencia con resignación y superioridad moral: «Es que en mis tiempos…»

Si estos tiempos no son los tuyos, impertinente, si la gente que los habita no es tu gente, apártate, enróscate en un sillón orejero o échale millo a las palomas, pero no incordies a quienes creemos que, mientras estamos vivas, este tiempo es el nuestro.

A pesar de que algún zangolotino nos llame boomers (siendo como somos la rumbosa generación X que estrenó la Democracia), aun sin acabar de entender dónde reside la gracia de los tiktokers y los youtubers, este tiempo es el nuestro y nos hemos ganado cada segundo.

Algunas enseñamos a nuestras madres que se podía ser rebelde y responsable al tiempo. Que estaba permitido no hacer la cena al marido y salir, en su lugar, con las amigas y el mundo seguía girando. Que te podían encantar los Hombres de Harrelson y Afrodita A y Sandokán y subirte maripositas por el estómago viendo a Candy Candy o a Michael Landon o a los dos a la vez y no significaba nada o significaba todo.

Luego, enseñamos a algunos jefes que no tenía maldita gracia que nos llamaran «niña» o «guapa» o nos preguntaran si pensábamos quedarnos embarazadas antes de cerrar el contrato.

Elegimos sin culpa no ser madres. O serlo. Enseñamos a muchos de nuestros colegas a que los marrones se comparten. Y a los acosadores les hicimos saber que ya no más, que no estábamos solas.

Y todo eso estuvo bien.

Pero no me despisten, que yo vine aquí a contar lo que no está bien ahora. No está bien que los futbolistas de primera división (casi) puedan ser nuestros nietos. No está bien que, sin previo aviso, no veamos de cerca ni de lejos. No está bien que hayamos comprado la moto de la liberación sin revisar el contrato y meter nuestras cláusulas. Ni que demos o quitemos carnés de feminista. Ni que nos los den o nos los quiten. Ni que todos los días escuchemos opiniones no solicitadas sobre nuestro cuerpo, nuestra belleza perdida o nuestro estado de conservación.

No está bien. A ver si las que vienen –no es desafío, sino sincero deseo– logran cambiarlo.

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