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Matías Vallés

Si la memoria histórica trajo a Vox

La ultraderecha neofranquista disfruta en España de un resurgir inesperado, incluso para quienes recuerden que el Partido Comunista no se extinguió con el desmantelamiento de la URSS, y que un tal Alexei Navalny exhibió veleidades comunistoides antes de desafiar a Vladimir Putin. Los reaccionarios progresan con piloto automático, también parece superfluo argumentar que la figura de Franco cuenta con más apoyos explícitos que una década atrás.

Certificar el avance de la ultraderecha no necesita un aval estadístico, es tan palpable como la generalización de la pandemia. Sedimentada en Vox, se le asigna sin pestañear un techo entre setenta y ochenta diputados. Esta renta no se traduce de momento en la ocupación de La Moncloa, pero Podemos impone un vicepresidente fijo del Gobierno con menos de la mitad de asientos. Una década atrás se desdeñaría la ebullición del populismo ultramontano, porque servía de refugio simétrico al desafiante «votaré a los Verdes», que después no se materializaba. Desde las europeas de 2014 o desde el 15M, según el mojón preferido, el sufragio a opciones en apariencia exóticas queda plasmado en las urnas.

El fenómeno queda claveteado en su evidencia, ya solo falta determinar las causas del florecimiento de la ultraderecha, donde el asunto se complica «notablemente» que diría Mariano Rajoy. Conviene avanzar más allá de la reacción pánfila de la izquierda, que se tapa los ojos bajo el lamento de que «esto no puede estar ocurriendo». Frente a las pretensiones de los expertos, la interpretación de la solidificación extremista viene cargada de subjetividad. Se exploran argumentos económicos, políticos, pandémicos o la suma de todo lo anterior. Se puede averiguar por qué un vecino o cuñado concreto ha emigrado del confortable PP al ultraísmo, pero es absurdo encasillar a medio centenar de diputados. Salvo para quienes asimilen enunciados del estilo de «los varones blancos con camisa a cuadros y bermudas votan en un 77,3 por ciento a...».

Puede plantearse por ejemplo si la memoria histórica trajo a Vox, en una eternización de antifranquismo contra franquismo y de las dos Españas. La conexión entre ambos datos dista de ser una verdad científica, solo sirve como punto de partida para ensartar una discusión. Una acción puede verse anulada, o cancelada en el verbo oficial de moda por su reacción, pero la belleza formal de esa reciprocidad no garantiza que sea cierta. La ultraderecha podría haber desembarcado igualmente sin la reinterpretación del pacto de silencio de la transición. Y la apertura de las fosas podría haberse sustanciado sin réplica.

Si la filosofía es un relato, según una visión de peso creciente, la historia deriva en ciencia-ficción. Desde el punto de vista de la verificación, nadie le compraría un vehículo de segunda mano a los politólogos, que ofrecen argumentos más dudosos que los epidemiólogos. No se trata de abrazar la perspectiva anarquista, que en las ciencias duras postuló Feyerabend. El entorno político alumbra verdades empíricas. Por ejemplo, en el imbatible «No hay Ciudadanos sin Podemos».

El alivio de considerarse asistido por la razón viene aplastado por la urgencia política de averiguar quién gana. La acción de la condena renovada del franquismo, y la posible reacción fundacional de Vox, vuelven a demostrar que las verdades incómodas requieren de un caldo de cultivo propicio para ser masticadas y digeridas en sociedad. La experiencia de Garzón, tanto la de Alberto como la de Baltasar, demuestra que no deben librarse todas las batallas, solo aquellas que resulten necesarias y productivas.

El combate innovador debe plantearse además en el tono adecuado, una asignatura que tuvo en Rodríguez Zapatero a su campeón mundial. Por ejemplo, un ministro de Consumo podría centrar su obsesión en una campaña sobre el desperdicio de los alimentos, que en Occidente se eleva por encima del treinta por ciento. La acción política se mide por sus resultados. En este apartado, apuntar a la vaca como el mayor enemigo del ser humano ha sido tan dañino como solicitar desde un juzgado de la Audiencia Nacional si Franco ha muerto. Resucitándolo de paso, una década antes de que un helicóptero espolvoreara virtualmente sus cenizas por todo Madrid. Eso sí, las críticas a un ministro siempre serán más apreciables si proceden de alguien que no aspire a su ministerio.

«La verdad es tan sagrada que conviene escoltarla con mentiras», sostenía Churchill para disuadir a quienes pretenden la virginidad de la vida pública, dentro de un orden mundial asentado sobre el estallido de dos bombas atómicas. Vox significa la destrucción de los consensos básicos, la unanimidad extraviada incluso ante crímenes sangrientos como la violencia de género. Toda propuesta tendrá una respuesta malencarada, aunque sea el homenaje a una escritora recién fallecida.

Para cerrar el balance habría que demostrar, y es imposible lograrlo, si la radicalización de la derecha está siendo más organizada y efectiva que el reverdecer de la izquierda drástica. La gran humorada en este punto es la retirada de las calles dedicadas en Madrid a Indalecio Prieto y a Largo Caballero, desde luego que a instancias de Vox pero sobre todo en aplicación de la Ley de Memoria Histórica del PSOE.

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