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Joaquín Rábago

El volcán kazajo

Es lo que pasa cuando la corrupción y la rapiña de los gobernantes se suman a las desigualdades en el reparto de la riqueza y a la represión: al final, la olla estalla por donde puede.

Ocurrió primero en Bielorrusia y se repite ahora con mucha mayor virulencia aún en otra república ex soviética: Kazajistán.

Tanta que su Gobierno ha decidido recurrir a la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva (CSTO), de la que forman también parte Bielorrusia, Armenia, Kirguistán, Tayikistán y Rusia, que ya ha enviado allí tropas.

Esa organización, creada en 1992 un poco a imitación de la Alianza Atlántica, fue un intento del Kremlin de vincular a las repúblicas que se habían declarado independientes tras la disolución de la Unión Soviética.

No es la primera vez que uno de sus miembros solicita ayuda: lo hizo ya Kirguistán en el verano de 2010 después de que estallase la violencia entre grupos kirguises y uzbecos, que dejó más de dos mil muertos.

El entonces presidente de Rusia, Dmitri Medvedev, consideró, sin embargo, que era más prudente no intervenir en aquel difícil y sangriento conflicto interétnico.

Algo parecido ocurrió cuando en 2021 el Gobierno armenio solicitó ayuda para la solución de un nuevo conflicto, esta vez de carácter fronterizo, con Azerbaiyán, otra república ex soviética, que no forma, sin embargo, parte de ese pacto de defensa mutua. Tampoco lo consiguió.

Y ahora precisamente le ha tocado a Nikol Pashinyan, primer ministro del país entonces desairado, Armenia, en su condición de presidente de turno de esa organización de defensa, suscribir el comunicado emanado del Kremlin en el que se habla de «amenaza a la seguridad y la soberanía afganas» y de «injerencias externas» en Kazajistán.

Por lo que el mundo ha podido ver televisión, la violencia de los manifestantes –el Gobierno habla sin más de «terroristas» y de injerencias extranjeras– ha sido enorme.

Se han incendiado edificios gubernamentales y se intentó tomar el control de estaciones de policía de Almaty, la ciudad más poblada del país y epicentro de las protestas.

En la represión de los desórdenes –las fuerzas tienen orden de disparar a matar– han muerto, según el ministerio del Interior 26 manifestantes, a los que se suman 18 agentes del orden. Hay además cerca de 4.500 detenidos.

Aunque el desencadenante inmediato de la violencia popular fue el aumento del gas para los automóviles, antes subsidiado, el descontento viene de lejos y tiene que ver sobre todo con el hecho de que la ciudadanía no ve los beneficios del abundante petróleo y demás riquezas minerales del país.

Como ocurre en otras repúblicas que formaron parte de la desaparecida Unión Soviética, esas riquezas están hoy en muy pocas manos. Y la ostentación de los poderosos contrasta con las dificultades cotidianas del pueblo sencillo.

Los kazajos creyeron haberse desembarazado de Nursultán Nazarbáyev, que estuvo durante más de tres décadas al frente de Afganistán, cuando dimitió en marzo de 2019 y fue sustituido por Yomart Tokaev, pero el autoproclamado «padre de la patria» siguió manejando los hilos del poder entre bastidores.

Durante su largo mandato, Nazarbáyev buscó astutamente cierto equilibrio entre Rusia y Estados Unidos. Así, abrió la explotación de los campos de petróleo de Tengiz y Kashagán a compañías estadounidenses y, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2011 contra las Torres Gemelas, se alineó con George W. Bush en su «guerra contra el terrorismo».

Pero las reformas prometidas primero por Nazarbáyev y luego por su sucesor, entre ellas las del aparato judicial, nunca llegaron, mientras siguió aumentando la represión contra periodistas críticos y disidentes.

Los observadores de la realidad política afgana señalan que no existe de momento nadie con autoridad que pueda ponerse al frente de las protestas populares.

Algunos medios hablan de Mujtar Ablyasov, que vive como refugiado político en Francia. Pero es uno de los que se enriquecieron en los años noventa hasta que se peleó con el «padre de la patria» y huyó del país.

Se menciona también al nacionalista Shanbolat Mamay, que se dirige sobre todo a la parte de la población que habla kazajo en un país que, es, sin embargo, étnica y lingüísticamente heterogéneo.

En torno a un quinto de los dieciocho millones de ciudadanos de esa república ex soviética son rusoparlantes, y hay también otras minorías étnicas como ucranianos, uzbecos, coreanos e incluso alemanes, muchos de los cuales no hablan kazajo.

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