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Matías Vallés

El fin de la pandemia no tendrá lugar

La pandemia parece diseñada en lo sociológico para justificar un ensayo de Jean Baudrillard, que asignó su encabezamiento más celebrado al panfleto La Guerra del Golfo no ha tenido lugar. Se refería a la liberación de Kuwait a cargo de Bush padre, en su línea de que el espectáculo había suplantado las coordenadas de la realidad. Era inevitable invocar al pastor francés de simulacros, a la vista de un artículo publicado el mes pasado en el British Medical Journal, con el título heterodoxo y valiente de El final de la pandemia no será televisado.

En la ciencia no rige la prohibición de desvelar los recovecos del argumento, y además el título finalista del artículo científico obliga a empezar la lectura por su última frase. «La pandemia del covid-19 acabará cuando apaguemos nuestras pantallas, y decidamos que otros asuntos vuelven a ser los que merecen nuestra atención». No solo terminará de espaldas a la televisión, sino por el trámite de desconectarla. Parece difícil de argumentar, pero los autores manejan con soltura la eternización de plagas anteriores frente al desinterés de la audiencia. Y la mayoría de los presentes debería recordar qué sucedió con el sida.

En aplicación de las tesis de los historiadores de la ciencia David Robertson y Peter Doshi, autores del artículo citado, decretar un ayuno informativo en el Día Mundial sin Coronavirus sería tan efectivo para liquidar la covid como los procedimientos terapéuticos. La provocación tiene un límite, y los científicos reconocen que la pandemia tuvo un origen bien definido «al ser declarada por la Organización Mundial de la Salud». En cambio, «¿mediante qué estadística sabremos que ha acabado, y quién proclamará el final?». Desde el academicismo se replicará que la mortalidad causada por el coronavirus aportará un veredicto definitivo. De nuevo, este argumento viene interceptado por las gripes española de un siglo atrás, asiática de los cincuenta y de Hong Kong en los sesenta. La indeterminación por décadas de las grandes infecciones respiratorias se debe a que se alargaron mucho más allá de los bienios en que tradicionalmente venían enclaustradas. De ahí que «el final de una pandemia no puede ser definido por la desaparición del exceso de muertes asociado al patógeno en cuestión».

El enfoque escalonado pretende desilusionar a quienes suspiran por un desenlace «dramático». El final de una pandemia «es más una cuestión de una experiencia compartida, de ahí que sea antes un fenómeno sociológico que biológico». De ahí la apuesta por una difuminación «gradual y desigual» de la covid en la psique colectiva, sin conexión alguna con rimbombantes declaraciones oficiales ni volátiles inmunidades de rebaño. Reverdecen aquí las memorias del sida, que mata anualmente a más de medio millón de personas y que ha sido omitido por los autores al no tratarse de una enfermedad de matriz respiratoria.

En los albores de la covid, la OMS se centró en el riesgo de una «infodemia», el efecto perverso de los excesos informativos sobre la asimilación de la pandemia. Baudrillard reprocharía a los burócratas sanitarios su abordaje anticuado, y el artículo del British Medical Journal detecta la innovación que ha marcado el curso de la era del coronavirus, el imperio de los gráficos y estadísticas de consumo masivo. Ni los fanáticos del seguimiento de los mercados bursátiles pueden igualar la fiebre desatada por parámetros adictivos como la incidencia acumulada, la tasa de positividad, los casos activos, los porcentajes de vacunación, los ingresos diarios hospitalarios en planta y UCI. Frente a la sabiduría periodística tradicional de que los lectores odian los números, se ha impuesto la datolatría. El prejuicio clasista de que el lector medio no entiende los números se ha rendido de nuevo a la evidencia de Chomsky. «Si una persona puede entender el laberinto de una clasificación de fútbol, también captará sin problema los datos que se le niegan».

La sorpresa estriba en que los autores emprenden una cruzada contra la influencia nefasta que ejerce el atracón de tablas y gráficas. Se les reprocha incluso «su aureola de objetividad y datos a los que agarrarse, en medio de la incertidumbre y el miedo». Y aunque ofrecen «una sensación de control cuando bajan los contagios», vienen lastrados por la contrapartida de que pueden impulsar una sensación «de indefensión y de catástrofe inminente» cuando los casos se multiplican.

El exceso de ciencia se situaría así entre las exageraciones a evitar para preservar la cordura social. Al margen de recordar que la fiebre estadística no contempla «la salud mental, el impacto educativo o la denegación de los contactos sociales estrechos», se insiste en que la dependencia conlleva «que las métricas puedan ser una herramienta que ayude a impedir el regreso a la normalidad». Frente a una posible intimación de frivolidad, el cambio climático se perfila como una amenaza más sustancial que el coronavirus, pero no ha logrado la adicción a sus datos en la pantalla. Con motivo de la gripe asiática fechada en 1957/58, la revista Newsweek comentaba en 1960 que «sin la fanfarria de dos años atrás, el virus de la gripe asiática está contagiando silenciosamente a casi todos que se perdió en el primer ataque». Como se quería demostrar.

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