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Juan Pedro Rivero González

SANGRE DE DRAGO

Juan Pedro Rivero González

La escuela del deseo

En la escuela de los satisfechos la creatividad se esconde, temerosa de que la vistan de fantasma. Solo se activa la vida personal y se buscan nuevas posibilidades a la realidad social cuando nos edificamos sobre el descontento y el deseo de mejorar la situación. Descontento sí, desánimo no. La diferencia entre estas dos actitudes es la clave que transforma una sociedad injusta de una sociedad compasiva y constructiva.

Pero el deseo no se compra en los centros comerciales. El deseo no tiene periodos de rebajas y se liquida a precio de costo. Va escondido por dentro de nosotros mismos. Tiene que ver con el fondo de lo que somos. No se compra, pero se alimenta. Todos los tenemos, en distintos niveles de desarrollo, en distintas ámbitos y opciones. Los deseos nos rodean, pero el deseo anda adentro, en el forro interior del abrigo que cubre nuestra alma.

Algunos lo llaman sed interior insaciable que busca fuentes de agua nunca suficientes. Una sed, un anhelo, unas ganas de que la felicidad grande nos visite y se quede más tiempo del que se suele quedar la que visita los pequeños deseos. Otros lo llaman inquietud vital de autorrealización, que lucha instintivamente por que la autonomía se reconozca absoluta y acabe con cualquier vinculo limitativo. Incluso hay quienes lo consideran la fuente de cualquier daño y quieren eliminarlo porque hace infeliz al que lo posee, buscando el nido de esa pasividad nirvanita que ni desea ni busca nada evitando todo sufrimiento nacido del descontento.

Ya decía Agustín de Hipona que el que ama sufre. Una vida sin sufrimiento será siempre una vida sin amor. Y terminaba: «Si no amas, para qué quieres vivir». Porque el deseo y el amor van de la mano. Se alimentan mutuamente con la cuchara del sentido de la vida. Los grandes amores están unidos a grandes deseos. Los amores enanos son sostenidos por deseos menores.

Abrir los ojos y ver la realidad tan crispada, tan rota, tan injusta, tan fea, despierta en quienes velan la vida profundos deseos de cambio. La transformación social será el efecto de la creatividad que moviliza este deseo del alma que alimenta el amor al prójimo. Y ese amor viene en auxilio de nuestra sed de felicidad porque es la pieza que falta a nuestro puzle humano. Tal vez porque fuimos soñados a lo grande.

A esta altura del mes de enero, después de vernos arrollados por la última ola de la pandemia, todos quisiéramos soplar fuerte para hinchar el globo de nuestros deseos. Soplar con el pulmón de la humanidad y anhelar que podamos sacar la cabeza fuera del agua. Alcanzar la altura de una creatividad de conjunto que busca soluciones y no premios, que trabaja por el bien de todos y no el pequeño bien individual.

Aquel que dijo que le dieran un punto de apoyo adecuado y una palanca para mover el mundo solo lo pudo decir desde el deseo de que la cosa cambiara. Ese punto de apoyo, ese lugar exacto, ese motor del cambio, ese interruptor que encienda, ese don concreto, no hay corazón humano que no lo desee.

Y si no está a la venta en los centros comerciales ni en los negocios de cercanía ciudadana, ¿dónde anda? Igual está más cerca de ti que tú mismo. Así lo decía el de Hipona.

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