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Joaquín Rábago

El precedente nefasto de Kosovo

No dejan de tener razón quienes argumentan que las críticas de Occidente a la URSS por la anexión ilegal de Crimea o al apoyo del Kremlin a la minoría rusoparlante del este de Ucrania estarían mucho más justificadas de no existir el precedente de Kosovo.

Una de las pocas voces que uno ha escuchado últimamente al respecto es la del veterano periodista italiano Gigi Riva, que recuerda aquella intervención militar de Occidente justificada en su momento por razones exclusivamente humanitarias.

Tras la guerra de Kosovo contra la Yugoslavia de Slobodan Milosevic (1999) comenzó el proceso de independencia de aquella provincia serbia de mayoría albanesa que culminaría sólo nueve años más tarde.

Proceso independentista auspiciado tanto por los Gobiernos de Bill Clinton y George W. Bush en EEUU como por la propia Unión Europea con la excepción de cinco de sus miembros: Grecia, Rumanía, Chipre, Eslovaquia y, por supuesto, España.

Nuestro país, sobre todo, se opuso al reconocimiento diplomático de Kosovo como Estado porque temía razonablemente que pudiese alentar movimientos separatistas como el catalán o el vasco.

Estados Unidos, sin embargo, no parecía compartir tales temores, y, como escribe Riva (1), se apresuró a precisar que en ningún caso la independencia de Kosovo iba a sentar precedente.

Por desgracia hemos visto que no ha sido así, sino que lo ocurrido en Kosovo sirvió en cierto modo, dice el analista italiano, para sancionar algo que hasta ese momento había sido tabú: la violación de las fronteras con el pretexto de la autodeterminación de los pueblos.

La intervención en Kosovo, a la que dieron su visto bueno incluso los hasta entonces pacifistas Verdes de Alemania, que compartían el Gobierno con el socialdemócrata Gerhard Schröder, se explicó al mundo por la necesidad de parar el genocidio serbio contra los albaneses.

Pero, como nos recuerda Riva, en cuanto se sintieron respaldados por la opinión pública occidental, la reacción de los albaneses de Kosovo contra la minoría serbia del territorio fue «violenta y homicida» como había sido antes la de los serbios.

En abril de 2001, cuando Kosovo alcanzó su independencia, Milosevic era ya parte del pasado: el Gobierno yugoslavo de Vojislav Kostunica había procedido, siete años antes, a su entrega al tribunal penal internacional de La Haya, que le acusó de crímenes de guerra, contra la humanidad y de genocidio.

Mientras tanto en Kosovo, escribe Riva, ocupaban el poder «cárteles conectados con la delincuencia organizada, una especie de Estado mafioso en el flanco suroriental de Europa».

Por lo que respecta a Ucrania, donde existe una importante minoría rusoparlante, varios observadores internacionales advirtieron ya en 2014 que la mejor solución habría sido crear una confederación, pero nadie les hizo caso.

Y así hoy tenemos hoy una Crimea ilegalmente ocupada por la vecina Rusia y unos territorios del este de Ucrania donde son mayoría los rusoparlantes, que no quieren saber nada del Gobierno de Kiev y a los que defiende la vecina Rusia por considerarlos de su misma sangre.

Nada más peligroso en cualquier caso para Europa, a la vista de su historia, que el resurgir de los irredentismos: imaginémonos qué sería de la paz en el continente si se prestase oído, por ejemplo, a las reivindicaciones de los partidarios de la Gran Rumanía o de la Gran Hungría, por citar solo dos casos.

(1) En un artículo publicado por el semanario italiano L’Espresso

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