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Bichos

«Los humanos somos la leche», me decía una amiga enfermera tres veces vacunada el otro día mientras desayunábamos al aire libre con pasaporte covid etc en una luminosa terraza del centro de Valencia. Como la conozco de hace tiempo y me conozco sus heterodoxas reflexiones apuré el café y me recliné en la silla, divertida, invitándola con una subida de cejas a que desarrollara su, sin duda, interesante argumentación. Todo prometía. Ella recogió el guante que le lancé sin desperdiciar un segundo y, cual último relevista en un 4x400 metros lisos de una final olímpica, disparó.

«Estamos obsesionados con el bicho. Bicho parriba, bicho pabajo. El bicho sube, baja y ahora muta», explicaba gesticulando. «Y desde luego que lo que estamos viviendo estos dos años es histórico, preocupante y nos plantea situaciones difíciles que afectan a muchos sectores, no solo al de la salud, a las que no sabemos enfrentarnos, pero es que te prometo que cuando veo ciertas cosas en la tele o leo ciertos mensajes en redes sociales pienso ‘¡joder, pero si el bicho somos nosotros! ¡Nosotros sí que somos el bicho!».

Envidias, traiciones, celos, comentarios por la espalda, deslealtad, abusos de todo tipo... Solo hace falta leer la portada de cualquier periódico un día cualquiera -o peor, añade, ver cualquier programa de televisión- para percatarse de esa parte oscura del ser humano que se empeña en resistir de generación y generación, en el ADN, mutando de un siglo a otro pese las guerras, masacres, hambrunas y demás pesadillas vividas una y otra vez. Una niña es asesinada por su padre para vengarse de la madre; unos ladrones se aprovechan de las campanadas para saquear un establecimiento comercial; una familia entierra a su hija asesinada por un criminal en la flor de la vida; miles de personas pasan frío en sus hogares por el elevado precio de la luz; una mujer de 80 años es desahuciada de su casa por un fondo buitre; un anciano fallece sin poder dar sepultura a los restos de su padre fusilado por el franquismo; decenas de cerdos se comen unos a otros desesperados por la falta de espacio en una macrogranja sin inspección sanitaria; la costa española, la más dañada por las construcciones ilegales; veinte personas, entre ellos tres bebés, se ahogan en pleno estrecho buscando una vida mejor y otras cientos de miles se congelan en varias fronteras mientras huyen del horror que ansían haber dejado atrás.

Cuando acaba de enumerar este Catálogo de Logros del Mal es mi amiga quien levanta las cejas con una mirada repleta de interrogantes, o de respuestas, quién sabe. «No hemos aprendido nada, a pesar de los millones de años que acarreamos en nuestras espaldas y continuamos siendo el bicho, el verdadero bicho no solo para nosotros mismos, sino también para nuestros iguales, para los animales y para el planeta. Pero para nuestra intolerancia, falta de empatía y egoísmo no hay vacuna ni, lo peor, intención alguna ni de nadie de patentarla. Solo tenemos nuestra propia conciencia».

Esta reflexión la deja caer con todo su peso mientras se acaba de un sorbo el último culín de café. Casi mágicamente, mi amiga enfermera se levanta y desaparece de mi vista. Casi en el mismo instante en que un niño sentado a mi lado grita asustado: «¡mamá, un bicho!». Y yo ya no sé hacia dónde ni a quién mirar. Ciertamente.

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