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Matías Vallés

tribuna

Matías Vallés

Valtònyc, ley en Bélgica y España

La primera obligación de un preso es fugarse, antes de entrar en la cárcel si ello fuera posible. Los patrióticos militares estadounidenses están forzados por ley «a hacer todo lo posible por huir, y por ayudar a otros a escapar». Por tanto, la huida de Valtònyc es irreprochable desde una perspectiva burguesa, al margen del consenso en que la libertad en Bélgica es peor que la cárcel en España.

El rapero es la persona que peor cae a quienes le defienden. Su desabrida reacción ante la victoria final en los tribunales belgas contra los españoles explica el rechazo que suscita, incluso entre sectores independentistas proclives a sus tesis. Se cumple así otro requisito de la libertad de expresión, en el sentido volteriano de que se trata de defender a quienes nos causan un profundo tedio, no a quienes coinciden con nosotros.

La sentencia del Supremo contra Valtònyc se fragmentaba en tres condenas, derribadas sucesivamente por dos tribunales belgas. Ayer se disolvieron en Gante los seis meses por amenazas a Jorge Campos, diputado autonómico por Vox. Si el tono amenazante no precisa consulta alguna a un Código Penal, la situación se modifica al tratarse de un alto cargo blindado además por el aforamiento.

Previamente se había negado la devolución a España por enaltecimiento de un terrorismo que ya no existe, y donde se concentraba la mayor factura penal. Baltasar Garzón ha manifestado su extrañeza ante la multiplicación de condenas por apología terrorista, respecto a los tiempos en que operaba ETA.

El año y medio de condena cómica de la sentencia castiga los ultrajes a la Corona, en las canciones de Valtònyc que nadie escuchó antes de su procesamiento. Se necesita un esfuerzo injuriador sobrehumano para encontrar un epíteto que resulte insultante para la conducta hoy notoria de Juan Carlos I. Sería más lógico premiar al reo por haber hallado un insulto punible. O castigarle por quedarse corto en su apreciación del Emérito.

Es superfluo remarcar que el mayor éxito de Valtònyc se centra en su cancelación de facto de las injurias al Rey. Mientras el teórico artista empedraba su discurso hasta alcanzar el nivel de un político profesional, su primer juez belga se aferró a una ley de dicho país que también prohíbe los ultrajes al Jefe del Estado. Es aquí donde Valtònyc se desmarca de su rango de humilde emigrante, para adquirir un rango hercúleo. Nada menos que el Tribunal Constitucional belga concreta que el texto protector del siglo XIX es hoy legalmente inaceptable, para salvar al cantautor. Es decir, el mallorquín errante ha logrado modificar la legislación belga sobre injurias a la Corona, y a medio plazo obligará a derogar la española que PSOE y Vox sustentan abrazados. Valtònyc dicta la ley, en Bélgica y en España. El TC belga amparó la libertad de expresión porque consideraba «desproporcionado» un texto elaborado «con el objetivo de proteger el honor de la persona del Rey». Alguien deberá explicárselo a la entente de los socialistas con la ultraderecha moderada.

Nadie lo diría al advertir su actual propensión fundamentalista, pero hubo un día en que la justicia cumplía la misión pragmática de resolver conflictos. Si hay que censurar a todos los creadores con el solo objetivo de librar al mundo de la rima entre «Urdangarin» y «Burger King», se está cometiendo un exceso. Más vale soportar estoicamente al nuevo héroe belga, con la esperanza por vana que parezca de que otros artistas merezcan la cobertura legal.

La sentencia contra Valtònyc se inserta en la tradición esperpéntica de la condena por hacer chistes sobre Carrero Blanco, o la persecución a titiriteros. No asombra solo el anacronismo sellado por las cortes belgas de la divinización de un ser humano con ombligo, sino la burda redacción, la desidia argumental, la necesidad de patentizar que el reproche carcelario obedece a la actitud desafiante y a la modesta procedencia del infractor. La Justicia, para quienes puedan pagársela. En una idea casi trivial de la civilización, los sospechosos deberían ser quienes adoran a reyes y demás poderosos de cartón piedra sin cuestionarlos continuamente, pero esto implicaría una nueva Ley de Educación. La protección belga a Valtònyc permite predecir las decisiones sobre Puigdemont y su familia política, que ni siquiera llevan una condena ridícula a cuestas. Un buen día para la libertad de expresión, el arte puede esperar.

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