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Luis F. Febles

El condumio eterno de Angelita

Todo giraba en torno al condumio de Angelita. Pocos eran los bendecidos con el privilegio de sentarse en la mesa de la «emperadora» dos veces al año. Solo los más virtuosos fueron capaces de deleitarse con ese manjar fraguado en la eternidad de aquella cocina de carbón que alimentaba el alma. Como en la agogé espartana, algunos nos bañábamos en vino y nos alimentábamos con forraje antes de aquella romería de sabores que requería el buche vacío y bien entrenado. En la casa de Angelita se respiraba una mezcla alquímica de humo y olores a tomillo y laurel, mientras el horno pegado a la cocinilla afeaba la blancura del cutis de los más refinados. Pese a su profundo sesgo religioso, la libertad pululaba sin ataduras en el ideario de la emperadora, hasta tal punto que hace varias lunas abandonó los domingos de misa por culpa de aquellos versos que el párroco del pueblo le dedicó en plena fiesta pagana: «Llorar, hablar, hilar, es lo que Dios concedió a la mujer». Y hasta ese día, porque una mujer que leía a los teólogos de la liberación no podía permitir semejante misoginia eclesiástica. Esperanza era la lugarteniente de Angelita desde la llegada de Miguel Primo de Rivera al poder. Era la encargada de preparar el adobo y elegir sabiamente las mejores papas negras de la finca de Fulgencio. El viejo llevaba unos setenta años dedicados a la cata del vino de La Vera, trayectoria suficiente para escalar hasta los altares de Baco con la maestría singular de descorchar botellas con los dientes. Angelita ha sido la única que ha logrado sentar en la mesa a las nietas de las guerrilleras de 1936 y a los bisnietos tradicionalistas de la JONS. Y todo con la magia de un condumio de conejo interclasista y unificador, exento de matices prejuiciosos que pudieran alterar la independencia de un buen arreglo. Era la primera mujer de 7 niños educados en uno de los pueblos más pobres de Tenerife. Hija de un padre campesino y una madre dedicada a la casa, lograron sacar adelante a una prole que llegó a tutear al hambre. Angelita abandonó la escuela muy pronto, pero eso no impidió que la lectura de los clásicos estuviera presente entre los fogones de aquella cocina casi milenaria. Dice Manolo el policía que el condumio de conejo tiene algo mágico, inalcanzable para la percepción del común, aunque captador de las buenas personas; era un oráculo con licencia para cambiar el presente y predecir el futuro. Incluso, llegó a quitar de la droga al nieto de Esperanza, que andaba desde hacía tiempo fumando drogaina y con amistades no muy recomendables. El condumio de conejo era un acontecimiento gastronómico anunciado en bandos municipales y cuya celebración se llegó a debatir en los plenos del aquel viejo ayuntamiento del que hoy en día no queda ni la dignidad. Esta exquisitez del norte de la isla tenía su ritual de obligado cumplimiento. Dada las dimensiones del caldero y según las normas consuetudinarias, el condumio debía ser comido directamente en la propia perola, con los comensales distribuidos de forma equidistante y accesible. No era conveniente que los grandes devoradores estén juntos, se les tenía que intercalar entre personas con menor apetito por aquello de la democracia real que Angelita extrapolaba también a la mesa. Comíamos, reíamos, nos enfadábamos y nos arreglábamos, pero en todo momento con el respeto que predicaba la emperadora en aquellos homenajes de época que hoy tan lejos nos quedan. Ha pasado mucho tiempo desde el último condumio de Angelita, de las historias de Esperanza y de los versos inentendibles de Fulgencio el viejo. Aquella cocina de carbón es hoy un restaurante de comida rápida del que ya no queda absolutamente nada. Visité al alcalde para barajar la posibilidad de algún reconocimiento o simple metopa que guardara la contribución de Angelita en el pueblo. Nunca tenía tiempo para atenderme. Era verdad que el condumio detectaba a las buenas personas.

@luisfeblesc

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