Cuando una institución pública hace una inversión, debe analizar su aportación a la competitividad, la financiación necesaria para acometerla y asegurarse el gasto futuro para el mantenimiento óptimo para el que se realizó.
Me atrevería a decir que es más importante el mantenimiento y la competitividad que la propia financiación inicial a lo largo del tiempo, pues el mantenimiento que incluye, también, los costes laborales que lo van a gestionar, es un gasto que hay que prever para toda la vida en el presupuesto.
En el caso de transferirla a otra institución pública, insular o municipal, el que la recibe debe exigir que en la transferencia se contemple la citada financiación del mantenimiento, o tendrá que quitarlo de otros gastos necesarios de su presupuesto.
Luego, lejos de vender la universalidad del reparto de esos fondos en base a las necesidades sociales, tenemos que aceptar que hay inversiones en capitales, o municipios de alta renta familiar, que también deben recibir fondos para garantizar la gestión y sostenibilidad de las inversiones recibidas.
El debate si el reparto de fondos debe ser por habitante o por necesidades no es más que una justificación de la subjetividad del momento. Tan importante es uno como otro.
Nadie duda que debe ayudarse a financiar el tranvía, o los centros de ayudas sociales, las carreteras, los parques, residuos, o los emisarios submarinos, pues si algún municipio o Isla dejara de acometerlo, el perjuicio sería global y no solo local.
Otra cosa es el criterio de reparto, siempre mejorable, y que es difícil de consensuar entre quien lo recibe, o debe recibir y el que lo entrega y quiere mantener el control de su destino final.
Lo que no podemos obviar es que una vez que se invierte la administración tiene la obligación de financiar debidamente el bien y procurar que su uso siga siendo óptimo en el tiempo y no pase ser parte del paisaje onírico y contemplativo, en vez de satisfacer necesidades.