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Alfonso González Jerez

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Alfonso González Jerez

De obligado cumplimiento

Nadaba plácidamente por Twitter mientras algo monstruoso se carbonizaba en el horno – humeante navidad– y de repente me encontré con una honda reflexión del presidente del Gobierno de Canarias, Ángel Víctor Torres. Es recomendable leerla sentado, pero no deja de ser interesante porque dibuja un modo de entender y practicar la política. Dice así: «Debiera ser de obligado cumplimiento a todas las organizaciones políticas reconocer este logro (la reforma de la última reforma laboral). Acuerdo en defensa de la clase trabajadora, del empleo y de la economía, rubricado por sindicatos, patronal y Gobierno. Un avance en la justicia social». Reconozco que no me quedó ni un palo del sombrero en su sitio.

Obligado cumplimiento. Es un comienzo de prosa cuartelera. De obligado cumplimiento, no sé, era una disposición del secretario general del Movimiento a los gobernadores civiles. El sintagma «reconocer este logro» tampoco está muy alejado de la fraseología propia de un sistema –digamos– escasamente democrático. Y ahí está el punto central y más deslumbrante de la declaración: la transformación solapada del concepto de democracia en una jerarquía declarativa. Porque, claro está, el logro es incontestable y no puede estar sujeto a análisis crítico. El logro brilla por sí mismo, es una palpitante realidad en sí misma, y más que merecer exige pleitesía. En el parrafito tuitero de Torres, que parece tan inocente, que simula tan bien ser simplemente otra exhibición de adhesión inquebrantable al líder pétreo y al Gobierno central, deviene una tranquila indiferencia democrática. La virtud del Ejecutivo es tan ardiente que la democracia se ha evaporado. Al Gobierno hay que aplaudirlo. Ni por un momento se le ocurre al presidente que lo que él y sus compañeros estiman como logro puede ser para otros ciudadanos individuales o colectivos organizados un error, una insignificancia, una insuficiencia, una añagaza propagandística. Lo que está haciendo Torres, nada menos, es demandar no solo que se considere que una negociación política del Gobierno de Sánchez es positiva, sino que es admirable, que debe ser, para ser más preciso, digno de una rendida admiración, porque de bien nacidos es ser agradecidos. O algo por el estilo.

En un sistema democrático ningún Gobierno puede pedir a todos ciudadanos que se reconozca el hipotético éxito político o –peor todavía– el supuesto valor moral de sus acciones, entre otras razones, porque la disidencia es un rasgo básico de la democracia, como las elecciones, la separación de poderes, el imperio de la ley o los contrapesos institucionales. Sin disidencia –como sin procesos electorales, libertad de prensa o tribunales de justicia independientes– no puede hablarse de un sistema democrático. Pedro Sánchez o Ángel Víctor Torres pueden pedir respeto a la Constitución y a las leyes, a la autonomía de sus gobiernos frente a otros poderes, o a las reglas del juego democrático, pero no una anuencia acrítica y maravillada por su trabajo, que quieren presentar como un motivo de orgullo para el país. Y el país es el acuerdo, el acuerdo es el Gobierno y el Gobierno es el PSOE o UP.

Todo esto va más allá del siempre ridículo –y a menudo sórdido– patriotismo de partido. Es una retórica que ha infectado a un PSOE que hace treinta años era mucho más respetuoso con los ciudadanos e, incluso, con sus propios militantes. Si Pedro Sánchez llega a organizar el referéndum de permanencia en la OTAN que Felipe González convocó en 1986 lo hubiera convertido en un acto heroico, una hazaña incondicionalmente admirable que todo español de bien debería reconocer. Sánchez no se hubiera limitado a ganar el referéndum. Se hubiera impuesto a sí mismo el Collar de Isabel la Católica. Un reconocimiento de obligado cumplimiento.

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