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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Flan de calabaza

Ana Hormiga está haciendo flan de calabaza y esparciendo, inconsciente, el olor de nuestra infancia por toda esta casa que es la suya, sin serlo. En la suya, en la de verdad, en la cocina que daba a un patio luminoso y lleno de plantas, los fines de semana, con la calabaza se hacía casi de todo: tortitas, dulce y flan, sobre todo flan. Si la calabaza era, en realidad, una pantana, que por otros lares llaman cidra, se cocinaba, entonces, un cabello de ángel doradito que daba gusto verlo. El patio olía completo a canela en rama, a cáscara de limón, a vainilla fresca y a azúcar quemada.

Las plantas del patio eran, sobre todo, helechas. Se nombraban así, en femenino. Llegaban hasta el suelo de hermosas que estaban. No había quien les tosiera a las helechas del patio de mi abuela. Eran la metáfora vegetal y precisa de la mujer que habitaba aquella casa. Fuertes, libres. Como la dueña.

Le he prometido a un amigo que Ana Hormiga le haría un flan, sin pensar en que esta promesa removería el aire a traición. Sin pensar en que el olor del flan de mi abuela, en esta tarde mojada, sería también el olor de todas las tardes que perdimos, que ganamos, en aquella casa de El Toscal.

Aquella casa en la que mi prima Ruth, que me lleva seis días escasos, se creía a pie juntillas todas las cosas que le contaba, hasta que un día, con doce años, despertó y me dijo: «¿Sabes? Me he dado cuenta de que todo lo que tú dices no es verdad». Ahí se acabó mi reinado y entendí que más me valía espabilarme porque estaba claro que ya no iba a vivir más del cuento.

Ana Hormiga está batiendo los huevos, las claras separadas –siempre separadas– de las yemas y sus dedos nudosos, son, sin embargo, ágiles y precisos, como el gato negro que entraba en su cocina para robar lo que trincara. Un gato tuerto que, años después, se me sigue apareciendo en sueños.

Ahora el flan se está haciendo al baño maría, lento, lento. El tiempo, sin embargo, ha pasado rápido, rápido, porque parece que fue ayer cuando Estefanía se llevó a su escondite secreto cien pesetas que había sisado y se dejó dormir allí, agazapada, mientras la buscábamos durante horas y yo fantaseaba con la idea –terrible– de que el gato negro se la hubiera llevado entre sus garras.

Ana Hormiga tiene 97 años y no tiene prisa. Nunca tiene prisa. Cocina como si nunca se fuera a morir. Por eso mi comida nunca sabrá como la suya. Me llama, me dice que compruebe la temperatura, que con este armatoste eléctrico no se halla. Se sienta en una silla a vigilar el flan y de nada sirve que le diga que el temporizador nos avisa. Protesta entre dientes: «Va a saber más el temporizador que yo…» y no le llevo la contraria porque estoy segura de que buena parte del secreto de sus recetas está en que cuida con celo cada pequeño suceso que se produzca en ellas: una burbuja inoportuna, uno o dos grados de más o de menos que estropeen la cocción. Sabiendo que este flan es un encargo pone toda su atención, su cariño y su presente en que salga perfecto.

Ana Hormiga murió hace algo más de nueve años y, desde ese entonces, no se hace en esta casa, que fue suya sin serlo, un flan de calabaza ni unas papas rellenas ni un frangollo. Sería inútil intentarlo siquiera.

Nosotros no tenemos, como ella, todo el tiempo del mundo.

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