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Rafael Dorta

Crónicas de la Revo-ilusión

Rafael Dorta

Berlín coloreado

El muro es un vestigio descolorido del siglo XX. La representación gráfica del mundo anterior a su caída sopla la nostalgia que cruza el río de barcazas en su maquinal paseo de turistas irremediables. La hojarasca otoñal se amontona sobre un firme ocre. Berlín respira una tranquilidad trajinada por los ring ring de las bicicletas, bajo un sol que pesa como la memoria que acecha a la vuelta de cualquier strasse. Como ocurre con todas las grandes capitales, la ciudad se retuerce sobre sí misma para dejarse interpretar en locales de diseño vanguardista, restaurantes tradicionales y el gentío interracial que cruza un peligroso paso de peatones, en la carrera por llegar a la acera del bienestar. Más allá de las franquicias, como el café Einstein, con sabor a cultura de entreguerras, permanece el férreo carácter teutón que será capaz de sobreponerse a cualquier vicisitud, aunque para ello tuviera que rehacer el nudo de un destino roto. Humean altas chimeneas, aunque no le llegan ni a la altura de los zapatos a la imponente torre de comunicaciones, el símbolo más reconocible de un tiempo nuevo. Ni siquiera el Bundestag, con toda su seriedad institucional, logra el efecto del pirulí tótem. Pero Berlín también sabe ser gamberra, desde las miradas inquietantemente amables en el barrio turco, hasta el pulso que libra con las prohibiciones en interiores noctámbulos ávidos de fiesta. Yo renacería en el arte tan extrañamente cool del barrio judío, y moriría por el estallido cromático de la exposición sobre África y Oceanía, en la maravillosa isla de los museos. Es curiosa la mentalidad germana que reivindica el respeto a la multiculturalidad y el ecologismo, que denuncia injusticias y masacres, y al mismo tiempo, conserva esa actitud severa de ceño fruncido, aunque el tren y la cerveza siempre lleguen puntuales. Deben ser cosas del gris y sus contradicciones.

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