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Alberto Lemus

Mucho que celebrar

No falla. El 6 de diciembre, Día de la Constitución española, es uno de esos momentos señalados en el calendario en que cientos de tuiteros, a saber cuántos de ellos son cuentas fake sin más intención que dar la turra, se suman al lema #nadaquecelebrar. Más allá de lo incomprensible y hasta cansino que se me antoja la gente empeñada en identificar lo español con lo facha o lo totalitario, resulta curiosísimo que haya quien piense que no hay motivos para celebrar 43 años del final de una dictadura y el alumbramiento de la democracia en un país que parecía condenado al enfrentamiento casi feudal. La reconciliación y el consenso de aquellos años están reflejados en una Constitución que se asienta sobre la libertad y la igualdad, el Estado de Derecho y la sujeción del poder a la razón, la paz y los derechos humanos, que permite que se diga que no hay nada que celebrar y no pase nada.

Fue el resultado de un acuerdo entre fuerzas de izquierda y derecha que, en sus primeros treinta años de vida, logró equipararnos con las democracias más asentadas. Todos nos seguimos beneficiando de una estabilidad nunca vista. Pero aquella España que hace más de cuatro décadas reconducía sus pasos hacia la superación del franquismo es hoy otra España en la que hay problemas nuevos y muy serios que afrontar. A cada uno se nos ocurrirá algo diferente: Un mercado laboral ineficiente, un sistema energético deficitario, una industria en retroceso, una administración pública sobredimensionada y cara, o una desigualdad que va mucho más allá de la innegable existencia de ricos y pobres… Hasta la urgencia de debatir sobre el modelo de Estado, en lo político y en lo territorial, que necesitamos en el nuevo siglo.

Los partidos mayoritarios no supieron dar una respuesta a tamaño reto en su día, y todavía hoy siguen retrasando un debate crucial para renovar la confianza en un sistema que necesita un restablecimiento. Esa errónea concepción de la Constitución como una piedra intocable e inamovible es precisamente lo que ha llevado a muchos a cuestionar su legitimidad.

Sería aconsejable dejar de menospreciar al adversario político y recuperar el diálogo leal, utilizar otro lenguaje e intentar actualizar los acuerdos que un día se alcanzaron, apartando a un lado las nuevas ambiciones que han venido a sustituir a aquellas que ya habíamos superado. A lo mejor es que siguen siendo las mismas. Abrirse a dialogar las cuestiones clave es el mejor síntoma de la madurez de una sociedad moderna que sabe convivir en libertad y a la que no sabemos si le preocupan los problemas que sí parecen tener sus gobernantes.

La Constitución de 1978 dio encaje a la diversidad de España, que precisamente constituye su mayor riqueza. Todos los movimientos que ponen en riesgo esa pluralidad, y no me refiero solo a la territorial o a que unos y otros hablemos lenguas igualmente españolas que debemos respetar, ofrecen una visión intolerante que está muy alejada de la realidad de nuestro país, la que vivimos en la calle. La estrategia de romper la convivencia como fórmula para rascar cuatro votos es el terreno donde mejor se desenvuelven los populismos, que ofrecen cuatro simplezas como medio para superar asuntos complejos. Esa no es la solución, nunca la ha sido.

La principal virtud del texto constitucional es que logró poner de acuerdo a enemigos que parecían irreconciliables. A la hora de abordar posibles reformas hay que alejarse del simplismo y dialogar con la misma seriedad y responsabilidad que demostraron personas que sí sufrieron en carne propia los rigores de la guerra, la posguerra y el destierro. Y lo superaron.

Felices 43 años de Constitución y democracia. Es mucho lo que hay que celebrar.

Y no te olvides de La Palma.

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