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Un mal chiste

El cómico Don Mauro arranca su actuación con una advertencia: «Esto es un espectáculo de humor inteligente, ¿significa eso que si no me río soy gilipollas?». Y antes de que el público reaccione, él mismo responde la pregunta: «Sí».

Y no es un chiste. Es la pura realidad. Un estudio realizado en la Universidad de Viena enfrentó a 156 participantes a una serie de viñetas de El libro negro del ilustrador Uli Stein donde ironizaba sobre la muerte, la enfermedad, el machismo o la discapacidad física. Los investigadores midieron tanto el entendimiento del chiste como la opinión sobre el mismo en un baremo que iba de bueno a desafortunado. Los resultados mostraron que las personas que disfrutaron con los chistes enrevesados fueron también los que sacaron mejores puntuaciones en inteligencia verbal y no verbal, pero además mostraban valores más bajos en niveles de agresividad, constatando que una mayor inteligencia no solo influye en los aspectos cognitivos del procesamiento del humor, sino que está estrechamente ligado a los componentes afectivos. No en vano, la definición de inteligencia es la capacidad de elegir, entre varias posibilidades, aquella opción más acertada para la resolución de un problema. Y casi nunca –o nunca nunca– la guerra es la solución.

Pero reír es mucho trabajo, literal y fisiológicamente hablando. El hemisferio derecho es el responsable de gestionar el humor, pero también necesitamos poner a trabajar el izquierdo, responsable de la comunicación, para poder apreciar, en toda su intensidad, un chascarrillo. Analicemos, por ejemplo, la ironía o el humor negro. Parten de la premisa de convertir en broma asuntos que, en otro contexto, serían muy serios y lo hacen dando por supuesto lo contrario de lo que en realidad se dice. Obviamente, el ejercicio de escuchar más allá de las palabras literales y analizar opciones hasta desentrañar el verdadero significado, supone una tarea compleja de procesamiento que, chiste tras chiste durante hora y media de función… no, no está al alcance de cualquiera.

Por eso, si el lector es capaz de finiquitar un mal sketch cambiando de canal, o un tuit de mal gusto ignorando al autor, bloqueándolo si reincide o, si anda sobrado de ingenio e inteligencia verbal, respondiendo con un zasca monumental, enhorabuena. Tiene el músculo del humor y la inteligencia en plena forma y reconozcamos que los juzgados deberían estar para atender asuntos más serios que el que un cómico, en el ejercicio de su profesión –por desacertado que sea en sus ocurrencias–, nos ofenda.

Pero, claro, estamos hablando de España, donde sentamos en el banquillo a un cómico –Dani Mateo– acusado del delito de ofensa y ultraje a los símbolos nacionales por fingir sonarse con una bandera mientras, en paralelo, se descubrían las primeras cuentas en Suiza del emérito. Y ahora, nuevamente, un humorista, David Suárez, se sienta en el banquillo por un presunto delito de odio por un mal chiste publicado en Twitter sobre una supuesta y gozosa mamada recibida de una mujer con Síndrome de Down. El juzgado de instrucción ordenó sobreseer la denuncia bajo el argumento de que «el mensaje desafortunado, grosero, zafio, repugnante y sin gracia no convierte el contenido del tuit en delictivo porque no consta que el mismo se hubiere vertido desde la animadversión al colectivo síndrome de Down».

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