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El lenguaje de los balcones

Leí Malena es un nombre de tango durante el verano feliz y desoficiado que dediqué a no hacer absolutamente nada tras haber pasado un año estudiando oposiciones. Lo devoré con la avidez lectora que hoy echo tanto de menos, con el hambre insaciable de quien tanto tiene que aprender y se permite el lujo de dejarse atrapar por un libro sin que importen la falta de luz o las horas de sueño. Hoy sigo teniendo mucho que aprender, pero también más obligaciones familiares, más cansancio en los ojos, menos capacidad de mantenerme despierta con el libro sobre la almohada y la manta que apenas cubre unos dedos ansiosos por pasar páginas. La edad es también esto, tener que seleccionar, medir el tiempo de lectura para que no te duelan los ojos o la cabeza, entrenar la capacidad de sorpresa para que sus articulaciones no suenen como las tuyas cuando te levantas de la cama. Pero aquel verano no había cumplido los treinta y estaba lejos de estos días, y Malena me atrapó para enseñarme que se puede ser diferente sin sentirse desgraciada, que no hay nada malo en disentir, que la vida no es una sucesión de días que subir en orden. Quise escribir como escribía Almudena Grandes, y utilicé muchas de sus frases como hilos con los que entretejer mis cuentos. Septiembre, uno de mis preferidos, comienza con una cita suya que habla de las personas condenadas a vivir en ese tiempo pegajoso de la indecisión y la duda. Devoré (esa es la palabra exacta) todos sus libros desde entonces, aunque poco a poco fui perdiendo la ilusión primera. Quizá tenía que ver con mi edad y otras muchas lecturas, y no con la escritora, que seguía creando personajes igual de sólidos y tramas que rescataban del olvido una historia que convirtió en realidad lo que parecía ficción. De vez en cuando, eso sí, volvía a sus cuentos, y no dejé nunca de leer sus artículos. Con mis alumnos comparto cada año El vocabulario de los balcones, una historia de amor a distancia que condensa en unas páginas lo que no cabría en una novela. Empieza con una cita de L. García Montero (que no puede cansarse de esperar, aquel que no se cansa de mirarte), y nos cuenta la historia de un hortera con zapatos de rejilla, y de una canción de Los Módulos, pero sobre todo nos muestra cómo una mirada lo cambia todo. Ese cuento me enseñó que no hay historias buenas ni malas, solo formas de mirar el mundo para contarlo como si fuera nuevo y que hay que abrir los ojos hasta que nos duelan para ser capaces de ver lo que otros eligen pasar por alto. Y que quien sabe hacerlo, convierte en oro la sustancia gris de la que están hechos los días, y salva de la rutina la existencia diaria. Aprendí mucho leyendo a Almudena Grandes. Me quedan sus libros, y un mundo por mirar con unos ojos cada vez más cansados, pero aún capaces de encontrar el asombro extraordinario que se esconde en lo cotidiano.

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