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Francisco Pomares

Duelo y cenizas

Dicen que el duelo por la pérdida de una persona a la que se quiere suele durar alrededor de un año. No sé si será cierto: conozco duelos cercanos que han durado toda una vida, personas que embargan un día toda su alegría y no la recuperan ya jamás. Es extraño que los duelos que tienen que ver con la muerte cedan antes que los que tienen que ver con la vida. Supongo que algo tendrá que ver con el hecho de que resulta más fácil aceptar lo irremediable que lo que podría cambiarse, pero no somos capaces de cambiar.

Ayer llegué a La Palma y aquí es todo muy triste: la ceniza se te mete por los ojos antes incluso de aterrizar. La isla sigue siendo verde desde el aire, pero lo que se ve al acercarse el avión al aeropuerto no es el verde de siempre, el verde brillante de la isla de las plataneras, sino un verde más oscuro, que surge de entre la tierra arropada por una ceniza fina que cubre la flora de litoral: la siempreviva de mar, los tabaibales, y cardones, los verodes, las vinagreras y cordoncillos. De cerca, la ceniza apenas se percibe en los pliegues de las hojas a este lado de la Cumbre Vieja, pero está ahí, pegada a todo, presente en todo, cubriendo las oquedades de los riscos, las gruesas rosetas del bejeque, la piel arrañada de las sabinas, los rombos tallados en el tronco de las palmeras. Y está también en la retama y los pinos del dorsal y la caldera, en los tejados de las casas, en las azoteas y balcones, en los bordes de las carreteras, esas pequeñas montañas de ceniza que los vecinos se afanan en barrer hacia otro lado y que el viento vuelve a esparcir por todas partes, tiznando las hendiduras y decoraciones de las paredes y puertas, impregnando el mobiliario de las calles, patinando la chapa de los coches con una finísima capa de grisura y tristeza que se enseñorea de todo, que derrota las risas de la gente, asfixia la respiración de los asmáticos y los mayores, doma el canto singular del habla palmera e instala por todos lados su trazo de amargura extenuada y desconfianza en lo que ha de venir.

A este lado de la Cumbre, donde la ceniza es solo un vestigio, un rastro que lleva al corazón del volcán, los palmeros de la ciudad viven el duelo con palmera parsimonia y algo de desdén por su suerte y la de sus paisanos del Valle. Y también con un rencor gregario aún apenas evidente, pero cierto, hacia los excesos en ese duelo teatralmente compartido y engañosamente solidario con el que se les pretende consolar desde todas partes: no sirve de mucho, porque es a ellos a los que el volcán ha cubierto de pérdida y cenizas. Son ellos los que han tratado con los males desatados del infierno, con esta venganza de la tierra sobre los minúsculos hombres. Son ellos los que miran a un futuro que nadie les garantiza, y aun así salen todos los días a limpiar sus azoteas y sus aceras. Son ellos los que tienen hermanos, primos, amigos, vecinos que todo lo han perdido, menos el miedo a no recuperar nada, y viven de la caridad pública de emergencia, sin saber qué vendrá después. Sin certezas ni confianzas. Tras las fases del duelo, del estupor y la negación, los dolientes pasan normalmente a la de la ira. Es un pecado capital no demasiado evidente en la definición del carácter o la psicología palmera, más aficionada a la negociación y el regate que a la bronca. La Palma es el lugar perfecto para cumplir las promesas de reconstrucción, un predio de gentes acostumbradas a ganar sus discusiones por seducción o agotamiento del contrario.

Pero es también un pueblo de rendijas que todo lo miran y todo lo saben y todo lo juzgan. No perdonarán ni el chalaneo ni el engaño, ni aceptarán el espectáculo de mil promesas que queden luego en nada.

Los de este lado de acá de la Cumbre, barriendo sus cenizas, y los del lado de allá, sin nada que recoger, tradicionalmente enfrentados los unos a los otros por muy palmeros asuntos de jerarquía y protocolo, viven hoy con un mismo discurso el duelo por el daño irreparable del volcán y el daño remediable de las promesas sin cumplimiento, las visitas sin resultado y las viviendas sin muebles.

Cuando el volcán se apague y la televisión desconecte, se impondrá poco a poco la letanía del abandono. Y la rabia y la ira, tan poco palmeras, vendrán después, si nadie le pone remedio. Que Dios nos libre de este pueblo enfadado.

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