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OBSERVATORIO

Conservadurismo

Hace ya tiempo que se está muy pendiente de qué dicen las personas para corregir sus palabras, aunque en realidad se intenta, vanamente, alterar sus pensamientos. Se ha entrado en una dinámica que aborrece del masculino como genérico y trata denodadamente de eliminar del discurso social cualquier tipo de discriminación, denigración o sátira a colectivos considerados vulnerables. Así se reniega del lenguaje racista, sexista y homófobo, fundamentalmente.

Paralelamente, tal vez por mimetismo, se ha rescatado una tendencia que parecía ya en vías de extinción hasta hace poco: la persecución de la sátira hacia símbolos religiosos. No ha sido solamente el activismo de algunas personas propiciando decisiones judiciales que corregían las irreverencias. Otros, imitando lo que aún se practica en estados ultrarreligiosos, han atentado contra la vida.

Muchos de los que lean los dos párrafos anteriores se quejarán de que se comparen dos situaciones que, tal vez, a los más entusiastas de cualquiera de las dos opciones les parecen diferentes. Quizá ello sea porque, a veces, los de un grupo ven aceptable el lenguaje abominado por el otro. Pero no existen diferencias realmente apreciables. Las expresiones religiosas no deben tener mayor protección que otro tipo de pensamientos sociales. Una cosa es que debamos respetar la fe de todos, y otra muy distinta que debamos hacer que una sociedad se mueva bajo la orientación de esas creencias. Y lo dicho aplica no solamente a las morales religiosas, sino a cualquier tipo de orientación política. Personalmente me puede molestar muchísimo escuchar algo pero, si debo vivir en sociedad, sucede como cuando se comparte vivienda; hay que compaginarse, conllevarse, lo que hace precisa la tolerancia con lo que no gusta oír. Hasta es posible que dicha tolerancia lleve a descubrir algo que sí gusta en eso que se odiaba.

De lo contrario, pasamos a la lógica de las prohibiciones, y en ese contexto todos salimos perdiendo. La inolvidable La vida de Brian era un vívido ejemplo de lo que digo, no ya toda la película, sino la escena en la que se rememoraba la antigua prohibición de pronunciar la palabra Yahveh, similar a cualquier otra prohibición simbólica propia de cualquier religión. Pueda parecerlo o no, evocan esa prohibición muchas de las actuales alteraciones del lenguaje o de los discursos. Ya no se lapida a nadie por decir algo, pero demasiadas veces se apedrea alegremente, hasta con fervor, a personas cuyo único pecado fue decir la palabra incorrecta, y que jamás practicarían ni justificarían ninguna clase de discriminación o denigración.

La pregunta que cabe formularse es si es lícito en democracia tener que sentir ese miedo antes de hablar o mientras se habla. Cabe reflexionar sobre si todavía, pese a ser del siglo XVII, conserva actualidad aquel extraordinario «no he de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca, ya la frente, silencio avises o amenaces miedo». Si no hemos de volver a lo que en el siglo XVIII quiso decir la primera enmienda de la Constitución de EEUU, disponiendo la libertad de expresión y de culto, una al lado de la otra, por cierto. Si no hemos de recordar que solo en las dictaduras se siente legítimamente miedo antes de hablar. Una democracia no significa solo ser libre, sino también sentirse libre, y poca libertad cabe experimentar si nos vemos obligados a reprimir la expresión de nuestros pensamientos.

Sea como fuere, lo que hay que eliminar de nuestras sociedades es la discriminación de cualquier tipo, pero también el conservadurismo en la lucha contra dicha discriminación, que es contraproducente en esa lucha legítima. Convertir en tabú ciertas palabras, expresiones o pensamientos conduce a la tentativa de establecimiento de una moral oficial que acaba fracasando, tarde o temprano. La discriminación se supera cuando se es capaz de explicar a las sociedades los beneficios incalculables de vivir practicando la empatía, favoreciendo la supervivencia y bienestar de todos. El Homo sapiens solo ha evolucionado desarrollando una conducta de convivencia solidaria, más ocupada de los demás que de uno mismo. Y decide aniquilarse sin cuartel cuando olvida esa pauta. El cambio de conducta elimina el discurso odioso. No sucede nunca al revés.

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