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Alfonso González Jerez

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Alfonso González Jerez

El puterío

El relato de los hechos recogidos en el auto por el que el juzgado de Instrucción número dos de Las Palmas de Gran Canaria decide procesar a seis hombres por delitos de prostitución de menores y otros cargos, entre los que figura Eustasio López, multimillonario y tal vez el mayor empresario turístico de Canarias (18.000 camas en veinte hoteles), solo produce asco y repulsión. La autoridad judicial ha fijado fianzas que suman 1.236.600 euros. El proceso alude al funcionamiento desde 2015 de una hipotética agencia de azafatas que bajo el nombre de «18 lovas» encubría un negocio de prostitución de menores con eventos de toda España. Pueden ustedes leer el auto en las redes sociales porque la noticia del procesamiento de López y el resto de los implicados fue trompeteado por algunos periodistas en sus cuentas personales. Incluso un compañero intentó comentarla en la Televisión Canaria y creo que llegaron a practicar vudú para impedirlo. Inmediatamente se recordó que el administrador único de RTVC, Francisco Moreno, había trabajado durante años como responsable de comunicación corporativa para el conglomerado de empresas Lopesan. Ah, los riesgos de ser tan importante y de cimentar una carrera a base de relaciones babificadas. No es el único que prefiere el hedor del silencio, desde luego, como se pudo ver en portadas flamígeras cuando se trata de perder siquiera siete pesetas y en digitales de un progresismo centelleante.

Y ahora mismo no hay más. El auto y los hechos –la información plausible sobre ciertos hechos– que merecen la suficiente credibilidad al juez para abrir el procesamiento. Y por supuesto la presunción de inocencia. Pero del escándalo puede derivarse algunas observaciones útiles. Una de las más sorprendentes es que en Canarias la prostitución no existe. Es decir, no existe como sujeto ni objeto en el espacio público, no es mencionada, no se le denota ni se le connota. Aquí el puterío está envuelto en un silencio tan sucio y cuarteado como las sábanas de un prostíbulo. En numerosos parlamentos, asambleas y ayuntamientos de toda España se ha debatido sobre la prostitución: sus raíces, su capacidad destructiva, su prohibición legal. En Canarias, que yo sepa, jamás, lo que no deja de ser paradójico, porque es un país en el que florecen los puteros y las putas trabajan (es un decir) a todas horas. Como en todas las zonas turísticas, obviamente, aunque no solo. Vivo en el centro de Santa Cruz de Tenerife, a dos tiros de piedra de la plaza Weyler, y a menos de 200 metros de distancia, en calles perfectamente burguesas y anodinamente cotidianas, operan pisos dedicados a una prostitución discreta, rápida, funcional. En algún que otro caso lo llevan haciendo generaciones de putas y puteros, al igual que hay baretos que venden farlopa desde hace treinta años. Apenas puedes encontrar un municipio tinerfeño sin su entrañable casa de putas y luego están los grandes locales, como el que desde la autopista del Sur puede verse en tierras de Arona, con letreros luminosos y numerosas ofertas que incluyen el subterfugio «muy jovencitas» para referirse a menores de edad: carne trémula latinoamericana, europea del Este, africana de origen subsahariano. Los sures turísticos están alfombrados por una prostitución próspera e incesante, pequeños paraísos de duchas sucias, jergones ruidosos, tufo a lejía, espejos oscuros y alcohol de garrafón. Más de 3.500 prostitutas trabajan en Canarias, aunque es imposible concretar una cifra. Casi todas las semanas varias docenas se trasladan a La Gomera, La Palma y El Hierro para volver después de un par de jornadas intensivas.

Violencia, trata de blancas, miedo, humillación y degradación física y emocional están en el corazón podrido de la prostitución. Se puede oír su latido muy cerca de tu casa, entre compañeros de trabajo, junto a la playa del veraneo. Lo que hicieron –si así lo deciden los tribunales– esos seis hombres lo hacen cientos de hombres diariamente en Canarias.

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