eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Luis F. Febles

Mutantes y superhéroes

Stan Lee era un aficionado al lado de tamaña magnitud de personajes. Yo conocí a los mutantes de Marvel en el mismo día en que me mudé al barrio de El Junquito. Allí habitaban hombres y mujeres con una serie de habilidades excepcionales capaces de volar en cada calada, teletransportarse con una botella de arehucas o regenerarse hasta lanzar rayos por los ojos al calor de un doble cero marroquí. Eso sí que era otra Galaxia. A los X-Men de los que hablo los conocí en los años 90, recién llegado al barrio que me haría mejor persona. Sucedió en la plaza de Los Patos, cuando me topé con la primera mujer portadora de superpoderes. Se llamaba Fulgencia, y tenía la cualidad de sacar la lengua a pasear para dar brillo al cotilleo patrio. Con sus gafas de culo de botella, espiaba conversaciones inverosímiles para inmediatamente contárselo a todo el vecindario. Desde el control mental a la telequinesis, pasando por la distorsión de la propia realidad, Fulgencia podía hacer prácticamente lo que quería en cuestión de segundos. Al final, no sé cómo lo hacía, pero se enteraba de todo incluso antes de que pasara. Otro personaje imperdible del Universo X-Men de El Junquito era el Wilson, el verdadero mutante de nivel alfa. Portaba 35 años de puro vicio aunque parecían 80 años de hidalgo envejecido. Tenía la solera de haberse comido toda la mandanga que se importaba y exportaba en el barrio. Cuando entraba en trance volaba tan rápido como un caza, a la vez que proyectaba campos de fuerza con un viaje tan potente que resultaba inmensamente difícil controlar sin estar dopado. Jamás le robó un solo céntimo a nadie, porque él sabía que el barrio se cuida y se respeta. Al cabo del tiempo me di cuenta que los mutantes de la parte pegada al barranco eran los más poderosos, y esto se debía a su experiencia con el enemigo universal: la pikoleta. Originalmente tenían aspecto humanoide y facultades para controlar materia y energía, pero con el paso de los años esta categoría se había ido desvirtuando hasta llegar al eslabón perdido que personificaba mi otro pintoresco personaje: el gran Josito. Tenía la facultad de hacer desaparecer las cosas ajenas y que siempre aparecieran en su bolsillo. Una vez estuvo metido dos días en una bañera del desguace por miedo a que la policía descubriera un huevito culero que se llevaba dentro del cobre que iba a vender. Hay que reconocer que mangaba de una forma sutil, con maestría y con el buen oficio del profesional del hurto a la manera del icónico Arsène Lupin. A nadie le importó que naciera como Paco porque todos la conocían como Esmeralda, una superheroína capaz de romper convencionalismos y gritar por la tolerancia en los muros altos que construyen todos los barrios. Pero en el mío era diferente, no mirábamos el DNI ni la condición sexual ni religiosa, y llevábamos con valentía la bandera del orgullo que poblaba el muro contiguo de la casa de Esmeralda. Nuestro mejor X-Men era Celsito, el niño que tiene la facultad poderosa de hacernos felices a todos con su sola presencia. Nació con un cromosoma de más para enseñarnos que no hay mejor virtud que la comprensión y el cariño que regalaba cada vez que te decía “qué pasó niño”. Y visto este universo tan grandioso y extravagante, tan insólito y común a la vez, te das cuenta que los mutantes son otros, y que los verdaderos superhéroes están más cerca de lo que imaginas. Después de tanto tiempo seguimos iguales cuando nos encontramos en el bar de Florencio. La mera existencia de este sentimiento de pertenencia hace que en nuestro Junquito haya siempre espacio para todos y todas.

Compartir el artículo

stats