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Jorge Bethencourt

el recorte

Jorge Bethencourt

Bienvenidos a la dictadura sanitaria

Me tiene mosca que Sánchez y los ministros hayan venido tantas veces a La Palma. No sé qué responderle a un amigo escéptico que me cuestiona cómo es que no vino a ver a los inmigrantes cuando los teníamos amontonados en el muelle de Arguineguín como en un depósito de restos de escenarios del Carnaval. «Es que de lo primero era responsable y del volcán no», le digo. Pero se da cuenta de que no controlo el asunto.

Lo que pasa es que uno no se puede quejar cuando no viene y hacer lo mismo cuando viene. ¿En qué quedamos? Hay que ser mínimamente coherente. El hombre se lo ha tomado a pecho. Aunque es verdad que su consoladora presencia tiene poco efectos prácticos. La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, podría haber incluido en los Presupuestos Generales un epígrafe que llevara el nombre de La Palma, con un dinerillo dedicado a la reconstrucción de las zonas dañadas. Se ha hecho otras veces en otras zonas de España por una catástrofe. Ahora no ha sido así. Eso no quiere decir que no venga dinero. Quiere decir que no sabemos cuánto va a venir. Que no se ha puesto y está a voluntad de la máquina expendedora. Y eso no contribuye a tranquilizar.

Y menos ayuda que el señor Sánchez, el «presidente Pedro», al lado del «presidente Ángel Víctor» y del «presidente Mariano» y en ausencia del «vicepresidente José Adrián» –que se marchó del Cabildo muy mosqueado con los suyos– haya dicho que no se va a cobrar impuestos a las ayudas que se den para la gente que haya perdido sus casas y sus fincas por la lava. Gracias por nada, presidente. Eso ya estaba en la ley. Habría sido bastante más consolador que dijera que se aumentarán las indemnizaciones para quienes hayan perdido sus casas o que se llegará a un acuerdo con los bancos para arreglar las hipotecas hechas sobre bienes que ya no existen. Yo qué sé: algo práctico.

El asunto de La Palma se puede convertir, a poco que no se haga bien, en una bomba lapa en los bajos del coche oficial. Se han despertado tantas expectativas, se han hecho tantas promesas de ayudas, se ha volcado tanta atención mediática, que la gente está esperando cosas que uno sabe que difícilmente se van a producir. Y cuando el descontento empiece a crecer como una enredadera, envenenando los ánimos de los decepcionados, vamos a escuchar el ruido de otro volcán.

El Gobierno de Canarias, en última instancia, está entre la espada y la pared. Entre las promesas de Madrid que no se van a materializar y la realidad de la destrucción. Más vale que vayan reuniendo perras para cuando ya nadie venga. Para cuando la lava se haya enfriado y la indignación se haya encendido. Ellos serán los que se traguen el sapo.

Parece una evidencia que estar vacunado no impide ni contagiarse ni transmitir el virus. A pesar de la confusión que se transmite en esta incesante y caótica sociedad del abuso de la información, los datos nos demuestran, todos los días, que la gente vacunada también se contagia y contagia. Aunque parece cierto que la capacidad de transmitir el virus y los efectos de este en el organismo de los vacunados es menor, con lo que, sin ser la cura definitiva, la vacunación ayuda a reducir la presión hospitalaria y en términos muy generales salva vidas. Ahora bien, que haya países, como Austria o Grecia, que están sancionando económicamente a los ciudadanos por no vacunarse es un atentado a la libertad individual que difícilmente va a resistir las demandas en los tribunales de Justicia de la Unión Europea. ¿A cuenta de qué derecho un Gobierno se otorga la autoridad para coaccionar a los ciudadanos en sus decisiones sobre su propio cuerpo? Con las mismas razones del coronavirus se podría multar a los obesos, a los fumadores o a los ciudadanos que hacen una vida sedentaria, porque son una carga potencial para los sistemas de salud públicos. Los «no vacunados» tienen todo el derecho a negarse a hacerlo. Y todos los ciudadanos debemos defenderlos como si nos fuera la vida en ello. Porque nos va la libertad. Si permitimos que los Estados se apropien de nuestros cuerpos estaremos más cerca de ese «Mundo feliz» que escribió Aldous Huxley. Y no. De ninguna manera debemos consentirlo. Ese virus dictatorial es más peligroso y mortal que ningún otro.

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