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observatorio

Las paradojas del hambre

Si Knut Hansum, el nobel noruego, levantara la cabeza no daría crédito. Por una parte, por ver su nombre restaurado, después de haber sido repudiado por su apoyo al nazismo, y su obra recuperada, como una interesante edición gráfica de Hambre, con ilustraciones de Martin Ernsten, que se acaba de publicar. Por otro, por ver que su país, aquel en el que situó su desgarradora descripción de un hombre permanentemente hambriento, se ha convertido en uno de los más ricos del planeta, paradigma del Estado del bienestar escandinavo.

Pero si el hambre ha desaparecido de Noruega, no lo ha hecho de muchos otros lugares. Es más, la pandemia ha agravado la situación. Según Naciones Unidas, entre 720 y 811 millones de personas padecieron hambre en el mundo en 2020. Sin ir más lejos, lo hemos visto en algunas de nuestras ciudades: colas de gente para conseguir comida. El aumento de la inflación al que asistimos solo está profundizando los problemas para acceder a una alimentación saludable.

Y no es porque no haya alimentos. La innovación y la tecnología han transformado radicalmente su producción. Un solo dato: desde los años 60, la superficie destinada a cultivos alimentarios ha aumentado un 12%; en ese tiempo, la productividad agrícola ha crecido un 200%. Al otro lado de la ecuación hay realidades escandalosas: un tercio de los alimentos que se producen en el mundo se pierden o desperdician; los países ricos tiran la misma cantidad de alimentos que produce el África subsahariana.

Junto a quienes tienen dificultades para acceder a la comida se encuentran los que sufren obesidad y desnutrición. Paradojas de la realidad global. 1.900 millones de personas padecen sobrepeso y más de la mitad de la población adulta es obesa. Y no es cosa de ricos. Detrás está, en buena medida, la transformación de una industria alimentaria basada en la gran escala, que da prioridad a los alimentos ultraprocesados, más fáciles de conservar y de preparar, y altamente calóricos y adictivos. El resultado no es solo un aumento de los problemas de salud derivados de una mala alimentación, es también el incremento de una profunda desigualdad.

Estos y otros muchos datos y reflexiones proceden de Obesidad y desnutrición. Consecuencias de la globalización alimentaria, de Kattya Cascante. Una obra que nos adentra en las realidades de una industria alimentaria que se ha globalizado y mercantilizado a marchas forzadas en las últimas décadas y que afecta directamente a aspectos tan relevantes como la propia dieta, el cambio climático, el funcionamiento de la agenda global, la geopolítica o la aparición de conflictos en diversos lugares del mundo (baste recordar las primaveras árabes).

En relación al cambio climático, según afirma Cascante, «el impacto ambiental de la alimentación está ya en tiempo de descuento». Es significativo que estos días pasados, en el marco de la COP26, apenas se haya hablado del sistema alimentario, cuando es responsable de un 26% de los gases de efecto invernadero. Curiosamente, sí ha habido una decisión que afecta de lleno al sector: el compromiso de más de 100 países para reducir en al menos un 30% las emisiones de metano para 2030. La agricultura –sobre todo el cultivo de arroz–, la ganadería –sobre todo los rumiantes– y los residuos –estiércol y vertederos– están detrás de buena parte de dichas emisiones.

En España estos debates siguen quedando escorados, con escaso análisis y alta tendencia a la polarización. ¿Se acuerdan del chuletón del presidente Sánchez? Ese es otro de los riesgos a los que se enfrenta cualquier discusión sobre el sistema alimentario: que acabe formando parte del bumerán de la agenda política. Lo vemos ya en la asociación forzada de conceptos como lo orgánico, lo ecológico o el veganismo a postulados de izquierda, cuando la alimentación no debería depender de la ideología.

La comida no es solo una necesidad; está ligada a la cultura, a una forma de vida, a unos recursos y unas tradiciones. Conocer de dónde viene y cómo se produce, y sus implicaciones sociales, económicas, políticas y globales, entender mejor cómo afecta a nuestra existencia y a la del planeta forma parte de nuestra responsabilidad individual. Así podremos también exigir mejores políticas y decisiones a nuestros representantes públicos.

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