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José Vicente González Bethencourt

Novatadas universitarias, perseguidas, pero no erradicadas

Un día de principios de octubre de 1965, acompañado de mi padre, entré por la puerta del Colegio Mayor Universitario masculino Beato Diego José de Cádiz, dispuesto a estudiar la carrera de Medicina en la Facultad más antigua de España. Habíamos hecho un largo viaje en barco desde La Palma a Cádiz, con escala en Santa Cruz de Tenerife. En la puerta del Colegio alguien pintado de purpurina nos recibió descalzo con unas cholas ajustadas a los dedos de sus manos: «se presenta el novato estúpido número 69, y al mismo tiempo que te doy la bienvenida te recuerdo que esta noche a las nueve estés sin falta y puntual en el salón de actos en la clase que imparten los veteranos a los novatos».

En la portería, Ramiro, el histórico conserje, nos entregó la llave de una habitación del tercer piso que daba al Parque Genovés. Colocamos mis pertenencias en el armario, tras lo que mi padre se despidió dándome un fuerte abrazo, recomendándome que bajara pronto a cenar: «acuéstate cuanto antes para que descanses del viaje, que mañana temprano antes de irme al barco vengo a verte». Bajé al comedor, y en la puerta alguien que se identificó como veterano me impidió la entrada señalándome la dirección del salón de actos: «antes de cenar tienes que ir a una reunión y ofrecer tus servicios al veterano que será tu padrino», me ordenó.

Al entrar al salón de actos, los veteranos me señalaron un asiento a gritos: «los zapatos, los zapatos», que tuve que quitarme, mientras sentí un líquido pastoso en mi cabeza, que al intentar retirarlo me llenó las manos de purpurina, mientras observé que alguien ataba los cordones de mis zapatos a otros. Un veterano, encargado de «cuidarme», me apostilló: «tengo por costumbre que a las nueve se la mañana traigan a mi habitación el periódico Diario de Cádiz y una cajetilla de cigarrillos Celtas, así que, mañana, ya sabes».

Fue una larga noche. En esa época vivía en Los Llanos de Aridane, La Palma, yendo a Cádiz gracias a unas becas. Desconocía la existencia de novatadas. No vi a un solo novato enfrentándose a tanta humillación, al contrario, me aconsejaron al oído que hiciera lo que me decían y aguantara. Nos tuvieron varias horas haciéndonos todo tipo de tropelías mientras los veteranos se reían y bebían, algunos hasta casi emborracharse. Ya muy tarde, tuvimos que pasear a hombros en una silla por los pasillos del Colegio al rey de los veteranos, Agamenón, que, cual emperador romano, portaba una corona en su cabeza.

Ya muy entrada la noche, Agamenón permitió que los novatos subiéramos a los dormitorios, convocándonos para la noche siguiente. Agotado, cuando llegué a mi habitación la encontré sin puerta ni cama, con lo que me senté en el suelo apoyando mi espalda en la pared. Por la mañana me despertó mi padre, que no daba crédito a lo que veía, con lo que bajó a protestar al director, a la sazón profesor de Fisiología y jefe local del Movimiento, que, exhibiendo el yugo y las flechas en su camisa azul, aconsejó a mi padre que no se metiera en eso, con lo que subió a mi habitación para despedirse, exclamando: «hijo mío, ¡dónde te han metido!».

Las novatadas continuaron un tiempo que se hizo eterno, y en cada piso un novato montaba guardia de noche, y en una de ellas, leyendo un libro recién comprado de Anatomía, me quedé dormido, y al despertar no lo encontré. Un veterano hizo la gracia de llevárselo, monté en cólera y apareció. En su mirada percibí que disfrutaba haciendo daño, una de las claves de las novatadas, en que el novato que se portaba «mal» pasaba la noche en un obscuro sótano del Colegio.

Un día nos hicieron pasear por las calles de Cádiz cogidos de la mano de dos en dos, y por el Parque Genovés tirando pipas a las patos, con lo que algunos ciudadanos protestaron al gobernador civil, que se encogió de hombros. Finalmente se celebraba la tradicional fiesta de los novatos, para la que me puse de acuerdo con varios, y, aprovechando que el del libro de Anatomía estaba bien trajeado al borde de la piscina, lo tiramos al agua. Se armó una buena, siendo amonestados por el subdirector, camisa azul con el yugo y las flechas. Hubo dos novatos que abandonaron el Colegio. Al año siguiente, como veterano, me negué a participar en las novatadas.

No les voy a cansar con los abusos que se cometían con alumnos que teníamos entre 17 y 18 años, que se siguen prodigando en toda España al inicio del curso académico, una práctica perseguida pero no erradicada, que se mantiene poniendo motes vejatorios a los novatos, con duchas de agua fría en la madrugada y obligando a la ingesta forzada de alcohol.

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