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Juan Cruz Ruiz

TESTIGO DE CALLE

Juan Cruz Ruiz

Todo conspira para que se descrea del periodismo

Todo conspira ahora para que se cambie la definición de este oficio y deje de ser un lugar de encuentro entre noticias, crónicas, reportajes y entrevistas y sea un baño térmico en el que comentaristas que se consideran sabios de todo explican su visión de cualquiera de las cosas que acaban de suceder.

Debo decir que todos los que oficiamos el periodismo contribuimos al malentendido, de una u otra manera, pues este que deplora la situación resbaladiza de este viejo trabajo, tan viejo como el mundo, también aparece a veces en la televisión (e incluso aquí, opinando) siendo sometido a la tarea de decir urgentemente qué sentido cree que tiene lo que sucede.

Una vez, no hace demasiado tiempo, con ocasión del atentado en el local francés de música y copas, Bataklán, suceso que ahora se juzga en París, estaban hablando en la televisión española varios colegas que en ese momento estaban dilucidando cual hecho relacionado con el devenir de la política. Inmediatamente se vieron convocados a referirse a lo que acababa de suceder en aquel lugar en ese momento ensangrentado. Sorprendentemente todos aquellos estimados colegas tuvieron algo que decir de lo que estaba candente, como si cada uno recibiera ciencia infusa al respecto. Cambié de dial para otras emisoras europeas, y por ejemplo en la BBC me encontré que a quienes habían convocado los directivos de la información de la admirada cadena inglesa era a expertos en terrorismo, franceses o de otros países, para que pusieran en su sitio el drama que sobrevenía en medio de aquel viernes horrible.

Este jueves estuve en Tenerife con dos propósitos, uno era cumplimentar una amable invitación de Humberto Hernández, destacado lingüista, presidente de la Academia de la Lengua, y el otro propósito era participar, por invitación de Milagros Luis Brito, querida paisana, exconsejera del Gobierno canario, ahora en la alta dirección del Club Deportivo Tenerife. En el primer caso a Humberto se le ocurrió que yo tenía algo que decir acerca de la materia de la que él tanto sabe, el habla canaria, cuando en realidad yo aún no sé ni qué significa exactamente la palabra sintaxis, y en el otro acto, que fue consecutivo, ambos en el salón principal de la facultad donde se enseña periodismo, íbamos a dedicar homenaje a un importante periodista deportivo, y no solo, Domingo Rodríguez González, dentro de los actos anuales que llevan el nombre señero de Ángel Arocha, legendario futbolista que fue del Tenerife y del Barça.

Para cumplimentar el encargo del querido académico sólo tenía mi experiencia personal como alguien que escucha, que se ha pasado los días escuchando y contando lo que escucha, haciendo entrevistas, crónicas, reportajes, llevándome de la intuición de viajar para saber qué pasa, para oír cómo la gente cuenta la felicidad o el sufrimiento. Lo que conté, por tanto, en esa sesión sobre la lengua, fue qué y cómo escuché decir en mi propia casa para adquirir rudimentos de sintaxis (¿y qué demonios es la sintaxis?) y terminar siendo solamente un periodista, alguien que cuenta, lo firma y se va, para que luego comenten otros, o no comente nadie, pero para que la gente sepa qué pasó en su barrio, en su pueblo, en su país o en el mundo adelante, como decían los viejos gallegos.

En el otro foro, el foro que lleva el ilustre nombre de Ángel Arocha, un Pedrito o un Pedri de aquellos tiempos, hablamos del periodismo deportivo (¿deportivo?? Futbolístico y boxístico: entonces los héroes jugaban al fútbol o se daban trompadas, aunque en Gran Canaria también estaba Rita Pulido) a raíz del cincuenta aniversario de un legendario compañero, Domingo Rodríguez, hermano del más importante periodista tinerfeño del siglo XX, Leoncio Rodríguez, fundador de La Prensa, del que proviene EL DÍA. Ahí estaba en medio de gente que sabe, moderados por la querida colega Chicha Arozarena, que además hizo un minucioso recuento de Domingo Rodríguez como símbolo de aquellos años en que las líneas todavía se escribían con plomo y el papel olía como si el olor fuera parte de la información que contenían los periódicos. A mi lado estaba otra leyenda, Eliseo Izquierdo, cronista de La Laguna y del arte, que me dejó estar y aprender de él en el periódico en el que me formé, EL DÍA que entonces dirigía Ernesto Salcedo.

Salcedo siempre contaba una anécdota de don Luis Álvarez Cruz, que fue un maestro de la crónica que, en sus mejores tiempos, tenía tanta autoridad que escribía tanto las preguntas como las respuestas de sus entrevistas, que fueron muy famosas. El sabor de la época era el de escuchar a don Luis diciéndote que el periodismo era él, y lo era, la verdad. Al otro lado de aquella mesa que nos juntó para hablar del periodismo deportivo y de la Jornada Deportiva que fundó y dirigió aquella leyenda al que también llamaban Don Domingo o Dominguito Prensa estaba un continuador de aquella buena tradición de buenos periodistas deportivos, Juan Galarza.

Hablamos, cómo no, de otra leyenda mayor de nuestra historia, Antonio Lemus, que en LA PROVINCIA reinó con su autoridad explicando, con una sintaxis espléndida, la época más inolvidable de la UD Las Palmas. Y había otros, magníficos, como Pascual Calabuig o como Salvador Pérez Paladín, sin el cual yo no hubiera tenido quien me llevara las crónicas al Aire Libre… En el caso de don Domingo, fue entrenador, cronista local, fundador de Jornada y colega en la misma empresa de don Julio Fernández, que creó Aire Libre, que salía los lunes, incluía una página de variedades y tuvo la generosidad de darme cabina cuando aun yo estaba aprendiendo sintaxis, algo que sigue siendo una de mis asignaturas sin aprobar del todo.

Eran tiempos fabulosos, o quizá no lo eran tanto, pero eran nuestros tiempos. En el caso del periodismo deportivo, el entusiasmo era formidable, los periodistas eran generosos y aguerridos, el amor al fútbol era también la admiración por los futbolistas, y el engreimiento periodístico aún no hacía creer a los que nos dedicábamos al oficio que éramos mejores que lo que ocurría. Fue para mi un placer inmenso escuchar a mis compañeros embellecer aquel periodo de mi vida también como aficionado al fútbol y como lector de periódicos, y me fui creyendo que habíamos vivido una era que ya no volverá, pero esta es una presunción de la que seguramente me tengo que arrepentir en seguida.

Cuando acabó la primera sesión, la dedicada a explicar cómo mi madre me fue explicando que ella sabía decir hilo e hilacha y mierda para que quien la tachara, un joven estudiante que aspira a ser, cuando acabe, presentador de televisión, me hizo la única pregunta que vino del auditorio: cuándo me di cuenta de que quería ser periodista. A los ocho años, me parece, le dije. Estaba camino de la panadería, en el pasillo de una casa ajena; un hombre estaba contando cómo había sido la elección de la Reina de las Fiestas de mi pueblo y yo me paré a escuchar, hasta que la mujer de la casa me dijo: «¡Niño, no se escuchan las conversaciones de las personas mayores!». Desde entonces supe que las personas mayores decían muchas tonterías, tantas como los niños, pero que, en todo caso, yo quería contarle a la gente lo que se decía en la calle e incluso en los pasillos. Luego supe que eso, y no otra cosa, era periodismo. Decirle a la gente que lo que le pasa a la gente. Ahora los periodistas se dedican mayormente a decir qué debe pensar la gente de aquello de lo que ellos creen saber más que nadie.

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