Opinión

¿De qué libertad hablamos?

Se abusa mucho últimamente de la palabra «libertad». Se recurre a ella para justificar la negativa, por ejemplo, a vacunarse contra el coronavirus.

También para negarse a cambiar nuestras pautas de consumo pese a que la ciencia nos advierte de que, de seguir por la actual pendiente, la catástrofe ecológica está más que asegurada.

En las actuales negociaciones entre los partidos alemanes para formar un gobierno tripartido, liberales y Verdes parecen tener de la libertad ideas distintas.

Si para los primeros, la libertad tiene que ver sobre todo con el momento presente, los Verdes piensan también en la de las próximas generaciones. Se trata para ellos de un contrato intergeneracional.

Esta última interpretación está avalada por el propio Tribunal Constitucional alemán, que en lugar de hacer política como el español, se dedica a las cosas más serias.

Así, en un veredicto del 29 de abril de este año, ese tribunal dictaminó que la ley fundamental alemana no puede limitarse a defender las libertades de cuantos viven ahora, sino también las de quienes los sucederán.

El concepto de libertad que defiende, por el contrario, Christian Lindner, líder de los liberales alemanes, es muy otro y tiene un fondo claramente hedonista.

En su campaña electoral, Lindner rechazó cualquier cosa que pueda suponer un sacrificio personal: el comercio de emisiones de CO2 y los progresos tecnológicos se encargarán de resolver el problema sin que ello signifique sacrificio alguno.

Y es esto algo que parece haberse impuesto en las negociaciones preliminares con los otros dos partidos que formarán la próxima coalición. No parece que se haya hablado en ellas muchas de renuncias o limitaciones.

Tanto los liberales como los socialdemócratas son partidarios de un modelo de progreso basado en el crecimiento económico aunque los primeros pongan el acento en los empresarios y los segundos, en los trabajadores.

Ninguna de las dos formaciones parece pensar en la necesidad, o más bien urgencia, de poner límites al crecimiento cuando una transformación ecológica exigiría, por ejemplo, la sustitución del coche privado en buena medida por los transportes públicos.

El movimiento ecologista alemán surgió en los años setenta del siglo pasado en contraposición con una coalición social-liberal –la encabezada por los cancilleres socialdemócratas Willy Brandt y Helmut Schmidt– que estaba orientada hacia el crecimiento económico a cualquier precio.

Como recuerda el politólogo alemán Albrecht von Lucke, hubo ya entonces una corriente liberal, la representada por Ralf Dahrendorf, entre otros, que defendía una democratización de la sociedad y una reforma del capitalismo.

Así, en su libro Die Neue Freiheit (La Nueva Libertad), el sociólogo y político Dahrendorf, profetizaba que si no se tomaban decisiones drásticas, la situación empeoraría hasta el punto de que se perdería todo control, lo que supondría una amenaza para «nuestro bienestar, nuestra libertad y finalmente nuestra supervivencia».

Hubo por aquellos años también un político socialdemócrata, el ministro para el Desarrollo Erhard Eppler, que ponía en tela de juicio la fe ciega de sus correligionarios en la capacidad inventiva del ser humano y en la tecnología, que permitiría seguir ininterrumpidamente la senda del crecimiento y el progreso.

Desde el cambio de socio de coalición en 1982 con el apoyo de los liberales a la Unión Cristianodemócrata de Helmut Kohl, perdió fuerza aquella corriente liberal y socialdemócrata preocupada por los problemas medioambientales.

Su relevo lo tomaron entonces los Verdes, hoy emparedados entre los dos partidos con los que negocian el primer gobierno tripartito de la Alemania unificada.

Los activistas de Fridays for Future los acusan de haber cedido demasiado a los liberales al aceptar, entre otras cosas, la no limitación de velocidad en las autopistas alemanas, como siempre ha querido la poderosa industria del automóvil.

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