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Francisco Pomares

Pesimismo

Ayer recibí un (modesto) puñado de llamadas y guasaps de amigos y lectores, sorprendidos por el tono hipercrítico de mi última tira. Creen que con los años me he vuelto pesimista. Se equivocan, lo he sido desde siempre, es un gen de familia. No se agrava con la edad, sólo se nota más, porque con los años empieza a darte un poco igual que se te expliciten los defectos: esa alopecia, esa barriga, los dientes que siguen ahí para gloria de tu dentista, pero tú sabes que te faltan. Y poder decir lo que crees, aunque a veces te salga un exabrupto. Pero es cierto: no confío demasiado en nuestra especie… creo que sufrimos de una inevitable tendencia a volver siempre al principio, donde anidan los problemas que han jalonado nuestra historia, no para resolverlos, o al menos entenderlos, sino para agravarlos.

La Humanidad atesora una inagotable colección de desastres innecesarios, provocados por la avaricia, el deseo de poder, la voluntad de imponerse, o la pura maldad: la Gran Guerra se produjo porque nadie quiso pararla, porque todos los países –lo cuenta Christopher Clark en Sonámbulos– dejaron que ocurriera, y porque los que mandaban en esos países y en sus ejércitos soportaron sin mover una ceja el asesinato de 30 millones de personas. Leí una vez, creo que fue a Patrik Ourednik, en su ensayo Europeana (pero ni estoy seguro ni lo voy a buscar en internet), que si pudieran ponerse todos esos cadáveres de aquella guerra europea uno encima de otro, cubrirían la distancia entre la Tierra y la Luna. Los muertos de la Segunda –60 millones– darían entonces para ir y volver. Una doble dirección de vidas destruidas sólo para satisfacer las ansias de dominio y revancha de los poderosos. También la Guerra Civil española, ahora sometida a una revisión estúpida, a su reescritura como un cuentito infantil de gentes bondadosas y gentes malvadas, pudo haberse evitado. Pero nadie tuvo especial interés en parar la matanza: venía de cajón tras un siglo entero de conflictos –otras guerras más absurdas aún y de las que ya nadie se acuerda– que no sirvieron para cambiar en nada una sociedad encumbrada por la barbarie y el romanticismo más rancio. Un país roto, decidido a sacudirse para siempre al adversario, un país tan lejos de lo que somos hoy, y sin embargo tan presente.

Las guerras ofrecen una extraordinaria oportunidad para ajustar cuentas. Las guerras de verdad y también las pequeñas miserables guerras de exterminio privado en las que se aplican todos los días esos señores que cobran 4.000 pavos por levantarse a las nueve de la mañana y dejar que un funcionario con carné de primera les lleve a un trabajo (es un decir) donde lo único que hay que producir es mala baba. Gente que cree que una subida de sueldo de 80 euros al mes no representa nada. La política se nos está convirtiendo por culpa de unos cuantos centenares de descerebrados con sueldo en pura guerra, conflicto, enfrentamiento irreductible. Se huye como de la peste del acuerdo, el consenso o incluso el reparto civilizado de intereses, influencias o prebendas. Todo en política se habla hoy con lenguaje de buenos de serie, en el que sólo se dicen majaderías, pero se actúa con matonismo gansteril y codicia de sangre. Y mientras, nadie se ocupa de lo que hay que hacer. Leo al economista José Carlos Díez: dice en El País que de los 27.000 millones de ayudas europeas presupuestadas, el Gobierno sólo ha encarrilado algo menos de 6.000 millones. Culparán a una ley de contratos públicos que querían convertir en campo de minas para corruptos, y ahora es un foso de cocodrilos para las inversiones. O dirán que las cosas no salen porque hay una burocracia envejecida, o gandula o sin redaños para arriesgarse. Es verdad: después de veinte años de meter gente en la cárcel, aquí no se fía ni el Tato. Del Bulevar de los sueños rotos, lo que nos va quedando es el recibo de la luz, la economía gripada, la inflación repartiendo brecha social y un mundo seducido por la idiotez, la pasta y el mal gusto de restregarle al personal la poquedad de tus ochenta euros de más al mes.

¿Pesimista…? Sí, claro. Sólo los inocentes, los inconscientes o los jóvenes (por motivos diferentes) tienen hoy el derecho a no serlo.

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