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observatorio

Vuelva usted, con cita previa

Hace unos días, aproveché para intentar registrar un título en una oficina pública cercana. Para mi sorpresa, vi al entrar que no había nadie, excepto los dos funcionarios que atendían al público. Corrí presuroso hacia la ventanilla, cuando una voz me detuvo: ¿Tiene usted cita previa? Pillado en falta, como suele ocurrir siempre que uno enfrenta a la todopoderosa administración, reconocí avergonzado que no, que no tenía cita previa. Pero, dado que no había nadie más y que mi gestión era muy rápida, tal vez podían atenderme. ¿Y si viene mientras tanto el de la cita previa? Quedé mudo ante tan contundente argumento y me resistí a señalar la obviedad de que seríamos dos atendiendo y dos atendidos. Pues deme usted cita previa, por favor. No podemos, eso tiene que hacerlo por internet. Pensé que mi móvil tenía acceso y me puse a buscar la web correspondiente para solicitarla cuando me dijeron que, en todo caso, me darían la cita para dentro de unos días y no para esa mañana, pues estaba todo ocupado. En un gesto de empatía, uno de los funcionarios dio con la solución: espérese y si no viene el de la cita previa, le atenderemos como una excepción. Diez minutos, a solas y mirándonos, fueron suficientes para concluir que podían atenderme, sin conculcar los derechos de quien lo había hecho bien, pidiendo la preceptiva cita previa. Entonces, cuando iniciaron los trámites para registrar mi documento, se cayó el sistema y, diez minutos después, salía por la puerta con el título sin registrar. (sic)

Volviendo hacia casa, con una sensación híbrida entre frustración, comprensión (en el fondo, soy también funcionario, con un trienio como Ministro de la cosa) y enfado, pensé en cuantas veces había reflexionado sobre la imprescindible reforma de nuestras administraciones públicas. Especialmente estos días cuando acabábamos de presentar al Gobierno el documento sobre Trece propuestas para reformar la Administración del Estado como fruto del trabajo del Grupo de Expertos creado a tal fin por el anterior ministro Miquel Iceta y cuando he sido invitado por el Ministerio a participar como orador en la “7ª Conferencia Estatal de Calidad en los servicios públicos” que ha tenido lugar esta semana en Málaga.

La salud de una democracia puede medirse analizando el estado de sus administraciones públicas que son las encargadas de garantizar los derechos establecidos por las leyes y, entre ellos, la provisión de los servicios públicos que son la principal argamasa que cohesiona a una sociedad. No sería cierto decir que nada ha cambiado en la estructura y funcionamiento de las administraciones españolas en las últimas décadas. Pero sí es adecuado señalar que ha cambiado demasiado poco y demasiadas pocas cosas y que, además, ha sufrido los embates de los años de la austeridad y de los recortes con el resultado de que, en la última década, nuestras administraciones públicas han experimentado un evidente y severo proceso de degradación.

En un estado moderno, las administraciones públicas gestionan directamente en torno a la mitad del PIB, e influyen, de manera indirecta mediante la regulación y la supervisión, sobre la otra mitad. Además, en sociedades de mercado como las nuestras, coexisten con un sector privado hegemónico, cuyos derechos también debe garantizar. En concreto, mediante tres acciones de autocontrol permanente:

-Controlando su tendencia a la expansión, revisando si aquello que hace, lo puede hacer mejor el sector privado.

-Imponiéndose una simplificación que restrinja la cantidad de normas en vigor (¿saben que, entre las tres administraciones, se aprueban 45 normas cada día hábil?).

-Controlando las cargas administrativas que impone sobre el sector privado y los ciudadanos, incluyendo los costes en tiempo.

Además, en un estado multinivel como el nuestro, las administraciones públicas deben coordinarse para garantizar una adecuada prestación de las competencias de cada una de ellas. Y, en aquellas que son concurrentes, deben encontrar mecanismos adecuados de cogobernanza. En concreto:

-Debe aprobarse por Ley, un Estatuto del Gobierno Central que regule sus competencias exclusivas y cómo debe ejercer aquellas que sean básicas.

-Regulando e institucionalizando la Conferencia de Presidentes y las Conferencias Sectoriales

-Creando estructuras compartidas entre Gobierno Central y Gobiernos autonómicos para la gestión de competencias que deben coordinarse de manera eficaz.

Estamos acostumbrados a debatir sobre el tamaño del Estado. Debate que oculta lo que debería de ser el permanente objeto de preocupación: ¿hace el Estado y sus administraciones lo que tienen que hacer, y lo hace de manera eficiente? Nuestras administraciones mantienen una estructura organizativa vertical y en silos, cuando la mayoría de los problemas en una sociedad compleja como la actual, solo pueden abordarse de manera horizontal. Ello empujaría a entregar en manos de Agencias especializadas la ejecución de aquellos programas que necesitan enfoques horizontales de manera permanente. Una administración por Agencias permite diferenciar mejor entre la regulación de una política pública y su adecuada ejecución, a la vez que ayuda a avanzar en una administración financiada por objetivos.

Hoy en día resulta imposible mantener una administración que no funcione internamente y no se relacione con los ciudadanos, de manera mayoritariamente digital. Es mucho lo que se ha avanzado en este aspecto en los últimos años. Pero todavía es más lo que queda por mejorar para que la experiencia que los usuarios tienen cuando tratan digitalmente con el sector privado la puedan llevar también a su relación con las administraciones públicas.

En este sentido, las reformas deben estar presididas por dos principios muy sencillos: ventanilla digital única para todas las administraciones, y que ninguna administración pida a los ciudadanos documentación que tiene en su poder otra parte de la administración.

La administración digital no es lo de siempre pero por internet, sino aprovechar internet para cambiar lo de siempre.

Unas administraciones públicas que trabajan para los ciudadanos, pero bajo las instrucciones de los políticos, deben poder garantizar la profesionalidad y la independencia de sus empleados públicos. Para ello, es esencial desarrollar el Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado en 2007, actualizando de manera especial los siguientes aspectos:

-Avanzar en la diferenciación entre funcionario y empleado público.

-Modernizar las normas de acceso a la función pública, manteniendo los principios de mérito y capacidad.

-Desarrollar el mecanismo de evaluación por desempeño: los funcionarios deben de tener asegurado su trabajo, pero no su puesto de trabajo si no cumplen en el mismo de forma adecuada.

-Desarrollar normativamente la función directiva.

-Limitar la interinidad a aquellos casos absolutamente justificables.

Deberíamos aprovechar la palanca IV, Componente 11 del Plan de Reformas anexo a los fondos Next Generation, para impulsar una modernización de nuestras administraciones. Según el CIS, el 86% de quienes hemos tenido relación con la sanidad pública con motivo de la pandemia, valoramos la atención recibida como buena/muy buena. Es posible hacerlo. Es necesario hacerlo. Pongamos la prioridad, el tiempo y los recursos necesarios para hacerlo. Ganaremos todos. Por cierto, unos días más tarde, registré el título en menos de diez minutos, en una oficina de Correos, cogiendo número al entrar y sin cita previa.

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