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Juan Pedro Rivero González

SANGRE DE DRAGO

Juan Pedro Rivero González

Vínculos líquidos

«A mí que no me estresen». «Yo ya tengo mis problemas». Un largo etcétera de comentarios que intentan eliminar la dificultad de encargarnos de situaciones que van más allá de la puerta de nuestra casa. «Cada uno en su casa y dios en la de todos», que dice la cultura popular de nuestro entorno y, como no estoy de acuerdo, he puesto en minúscula Su nombre.

Cuando describimos el peligro del individualismo social como enemigo del bien común nos referimos a esta desvinculación en la que la preocupación está centrada en los propios problemas, olvidando que cuando una mariposa aletea aquí, surge un huracán allá. Estamos vinculados lo queramos o no lo queramos. Los problemas de los otros nos salpican avisándonos de que no son solo problemas ajenos.

La participación en los asuntos generales y el espíritu de asociacionismo está en horas bajas. Solo si me afecta a mí, asumo cierto compromiso voluntario, pero si no, cada cual se tapa con su manta. La descripción que hizo la Fundación Foessa, de Cáritas española, en su Informe 2018 tiene una extraordinaria vigencia al respecto. El mayor problema social a la hora de superar la crisis económica de la década anterior es la falta de vínculos, o el debilitamiento de los vínculos sociales.

No es que estemos desvinculados, porque es un imposible que podamos estarlo. Es un hecho necesario. De hecho, lo estamos. Es que no nos sentimos vinculados ni queremos estarlo. Dicho de otra manera: es que nos sentimos desvinculados necesitando estar vinculados. No es un juego de palabras; es la pura realidad. Nos preocupamos primero del bien propio e individual, y luego miramos el bien de todos. Cuando la lógica y la adecuada metodología nos exigiría lo contrario. Si todos están bien, yo estaré mejor. Si todos no están bien, no es seguro que yo esté mejor.

No todos podemos ser la carta más alta de un castillo de naipes. Esa carta será la más alta porque existe una estructura que la sostiene, sin la cual ella solo sería una quimera. Sociedades fuertes necesitan el compromiso de todos. Y esto hay que decirlo y repetirlo. Una y otra vez. Porque somos lentos para entender y rápidos para sentir.

Pregunté en clase a mis alumnos qué se debería hacer cuando hay dos personas enfermas, con un grave problema cardiovascular, necesitando un trasplante de corazón, y solo había un donante. Uno tenía setenta años y otro treinta y seis. La primera y espontánea opción de respuesta favoreciendo al joven cambió cuando les añadí que el de setenta años podía ser su padre. Estas situaciones no se deberían dar, pero se dan. En estas situaciones graves y otras situaciones menos graves. Y es en ellas cuando tocamos la carne viva del bien común.

Deberíamos promover la donación de órganos, aunque no necesitemos aún un trasplante. Deberíamos preocuparnos por la escasez de vivienda social y la generación de puestos de trabajo, aunque nosotros tengamos techo y salario. Deberíamos preocuparnos por el bien común, aunque tengamos garantizado el bien particular. Deberíamos sentirnos vinculados a esta realidad social que nos acoge, y en la que no somos meros sujetos pasivos receptores de derechos, sino constructores de un bien general y mayor para todos.

No «que cada palo aguante su vela», sino que cada vela alumbre todos los palos.

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