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«Respeto» es una palabra que destacó en el programa socialdemócrata para las últimas elecciones alemanas, en las que ese partido, que estaba casi hundido, experimentó una especie de resurrección.

«Propugnamos una sociedad del respeto donde nadie mire por encima del hombro al otro», proclamaba el SPD del vicecanciller y ahora aspirante a la cancillería federal, Olaf Scholz.

Y agregaba, en clara alusión a la ultraderecha nacionalista: «Cuando falta el respeto, las sociedades se desintegran. Los discursos del odio en internet descomponen nuestra sociedad».

La reivindicación del respeto no es, sin embargo, nueva. El pastor y activista estadounidense de los derechos humanos Martin Luther King utilizó ya ese concepto en uno de sus discursos.

Poco antes de ser asesinado, durante una huelga de trabajadores de la limpieza, King estableció un vínculo estrecho entre la dignidad del trabajo más humilde con el bien común.

«Un día –dijo King–, nuestra sociedad tendrá que respetar a los trabajadores de la limpieza si es que desea sobrevivir porque quien recoge basura es a fin de cuentas tan importante como el médico (…) Todos los trabajos son dignos”.

Es algo que todos hemos podido constatar en los períodos más duros de la actual pandemia: los justamente llamados «trabajadores esenciales» permitieron que nuestras sociedades siguiera funcionando durante los confinamientos.

Pero «respeto» es al mismo tiempo algo que pareció haberse perdido durante décadas de cultivo de la llamada «meritocracia», es decir de los valores asociados a la capacidad individual en una sociedad cada vez más competitiva.

El primer ministro británico Tony Blair, en quien la Dama de Hierro Margaret Thatcher vio un digno sucesor, proclamó en 1996 que el nuevo laborismo estaba «comprometido con la meritocracia».

Para Blair y otros representantes de la llamada «Tercera Vía» como el canciller socialdemócrata alemán Gerhard Schroeder o el presidente estadounidense Bill Clinton, había que abrir la democracia y la sociedad al talento y al mérito de cada cual.

Sin embargo, como señala el filósofo norteamericano Michael J. Sandel, en su libro La Tiranía del Mérito (1), la insistencia de la nueva izquierda en la meritocracia como respuesta a los desafíos de la globalización dejó en la cuneta a las clases trabajadoras, que habían sido sus más fieles votantes.

Se impuso entonces la idea de que si alguien no lograba salir adelante, sólo a sí mismo podía culparse. No se tuvo en cuenta que la proclamada igualdad de oportunidades era una simple quimera, como ha demostrado, entre otros, el economista francés Thomas Piketty.

Partidos que habían representando tradicionalmente a la clase obrera se convirtieron en partidos de intelectuales y profesionales urbanos y se mostraron cada vez más insensibles al incremento de las desigualdades en la sociedad.

Los que, por la razón que fuera, no habían tenido la oportunidad de acabar sus estudios y habían optado en cambio por algún oficio manual sintieron que no se les respetaba, que su contribución a la sociedad no era tenida suficientemente en cuenta.

Fue entonces cuando muchos de ellos escucharon los cantos de sirena de los partidos populistas como los republicanos de Donald Trump en EEUU, que fingían devolverles una dignidad que otros ya no les reconocían.

El problema, como escribe Sandel, es que en una sociedad de mercado como es la nuestra, es difícil resistir la tendencia a confundir el dinero que uno gana con su contribución real a la sociedad.

Y así, es un escándalo que, por ejemplo, en Estados Unidos una industria como la financiera haya pasado a representar más del 30 por ciento del total de los beneficios empresariales.

O que quienes en ella trabajan ganen un 70 por ciento o más que los trabajadores igualmente cualificados de sectores realmente productivos.

La ingeniería financiera genera enormes beneficios a quienes trabajan en ella, pero ¿contribuyen éstos en alguna medida al bien común? Son preguntas que es necesario plantearse.

(1) La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común?

Edit. Debate

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