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Quejas

Leo en el Diario de Mallorca que las quejas llegadas a el ayuntamiento de Palma por las plagas urbanas más comunes —cucarachas, ratas, mosquitos— han caído un 35% en los últimos años. Una noticia así tiene, cómo no, numerosas lecturas. La interpretación más satisfactoria para los intereses de las autoridades municipales vendría dada de haberse culminado con éxito las campañas de prevención de plagas, una interpretación a la que apoyan datos estadísticos como es el que sostiene que la población de ratas resulta estable desde hace un par de años gracias a los tratamientos antiplagas. Pero que el número de ratas no crezca dudo mucho que sea una razón suficiente para dejar de quejarse por los muchos roedores que quedan de todos modos.

Las reclamaciones en descenso suelen deberse a la desesperación y ésta, a su vez, tiene dos fuentes principales. La primera, que quienes acostumbran a quejarse dejen de hacerlo por cansancio o por el convencimiento de que sirve de poco. Ya estamos en que el último derecho que nos queda a los vecinos es el del pataleo pero hasta ése se vuelve inútil al cabo. Patalear de continuo cansa, y más aún si nadie acompaña dando palmas.

La segunda y más probable razón de que las quejas disminuyan es la del mundo lleno de preocupaciones que nos llegado de la mano de la doble crisis, la sanitaria y la económica. Recluidos en nuestros domicilios durante un año y sin ver la luz al final del túnel en los doce meses siguientes, las tolerancias y las intolerancias cambian de rango. Prestar atención a lo que antes nos desesperaba se ha vuelto un par de años después parte de ese mundo que hemos perdido, quizá para siempre.

Cuando toda Europa se está dividiendo en dos partes que se alejan a velocidad considerable la una de la otra: el conjunto de quienes siguen con el miedo en el cuerpo, se han vacunado en cuanto han tenido ocasión, no salen a la calle sin mascarilla y evitan entrar, si pueden, en locales cerrados y el grupo del todo opuesto que engloba a los negacionistas y a los indiferentes, dispuestos a volver a los usos de antes por mucho que se advierta de los repuntes en los contagios, de los atascos en los centros sanitarios y de las muertes que no se logran contener. Si a esa especie de dicotomía social que lleva camino de prolongarse en el tiempo se añade que las medidas que se toman para recuperar el empleo perdido apenas han dado de momento resultados visibles, y con las alarmas sobre mínimos vitales, pensiones y subsidios de desempleo creciendo, detenernos en las cucarachas, los mosquitos y las ratas que antes nos alarmaban tanto viene a ser como fijarse en el detalle de esas plagas cuando uno está viendo una de las películas de catástrofe crepuscular que cada vez abundan más. En vez de plagas urbanas de las de antes, lo que yo echo a faltar son los profetas anunciando la llegada del fin del mundo. Por suerte, no son de competencia municipal.

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