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José María Asencio Mellado

El perdón como victoria

Una corriente universal de pretendida dignidad y memoria recorre el mundo con la pretensión de convertirlo en un gran auto de fe. Todos reunidos alrededor del fuego purificador pidiendo perdón por las conductas de nuestros padres, abuelos, bisabuelos y ancestros en general hasta el neolítico. Pedir perdón es el mantra de una sociedad que no busca misericordia, sino humillación, que no busca la paz de las conciencias y la convivencia, sino la derrota del hasta hace poco amigo y ahora enemigo irreconciliable.

Exigen perdón los llamados antifranquistas a los hijos o nietos de los franquistas, ellos mismos muchas veces si repasan la historia de sus antepasados. Todos a la Iglesia por la Inquisición y los actos deleznables de unos cuantos pederastas. A España por la colonización de América. Y la incultura a la literatura incorrecta juzgada por los elementales ofendidos que pueblan nuestra cotidianeidad.

Todos exigen perdón, pero nadie perdona. Todos quieren reconocimientos de culpas, aunque nadie reconoce las propias.

La Transición, ejemplo de concordia, con sus errores innegables, no exigió perdón a nadie. Perdonó. Esa fue su grandeza. Porque la actitud digna, la que permite reconciliarse y convivir en el respeto mutuo no es compatible con demandas de perdón sin perdón. La dignidad consiste en perdonar, en mirar hacia adelante, no hacia atrás, en no exigir a nadie que ponga en evidencia el honor de sus predecesores, su memoria. Perdonar es la clave y eso, que no se equipara al olvido, sí implica desterrar la ira, la soberbia, el rencor y el ajuste de cuentas con la nada.

Todos tenemos derecho a equivocarnos y a rectificar. El perdón es un acto personal fruto de una reflexión íntima, no de imposiciones y de formas externas. El perdón real, el auténtico, el de las víctimas, es mucho más complejo y profundo, pues su dolor es cierto y sentido. Ese perdón no se calma o colma con arrepentimientos públicos. El perdón colectivo, el instado por y desde la política, nada tiene que ver con el sufrimiento intenso de las víctimas. Y ese perdón público, selectivo, es más instrumental que real. Es tan interesado como la verdad histórica oficial. La historia y la verdad son siempre personales, fruto de vivencias propias. Las estatales, meras imposiciones, tampoco ideológicas, sino útiles para construir algo desde la carencia de algo.

No nos engañemos pues; esa corriente de hipocresía global, de perdones selectivos, no es sincera. Tras el perdón se exigirá la penitencia en forma de exclusión. Pedir perdón no servirá para la reconciliación, pues el perdón, asimilado al reconocimiento de culpa, se identificará con la sentencia y la pena. Pagarán los arrepentidos por actos ajenos o propios la reconocida culpa y cumplirán la pena que a ellos, según la nueva ética, les debería corresponder bajo el jurado de la historia escrita bajo la verdad inapelable de la simplicidad de sus actores principales.

El perdón no es nada. Muchos lo han pedido por conveniencia y a cambio de contraprestaciones. Es barato si se vende o compra y se hace con palabras medidas que tampoco implican perdón. Muchos se han resistido porque no se sienten responsables o porque, sencillamente, cada época es y viene marcada por sus características. Parece que esta, la nuestra, está vacía, incapaz de ser ella misma y necesitada de rectificaciones históricas, de otro pasado distinto en el que asentar una realidad que aparece en toda su impersonalidad. Un presente que no acaba de encontrarse y precisa de referentes rectificados, no los que fueron. Para avanzar, en la inseguridad de quienes carecen de valores y convicciones, hay que transformar la historia. Y transformarla necesita enemigos y héroes, radicando en estos últimos a muchos que fueron ejemplos de miseria humana.

Perdón es o se traduce hoy en la eliminación del pasado, en la de quienes integraban una forma de ver el mundo para, sobre la base de su deslegitimación, elaborar un discurso irreal que otorgue valor preferente a quienes quieren construir otro sobre su misma irrealidad, endeble, frágil como todo lo que surge de la exclusividad.

El perdón como auto de fe colectivo exige asumir como dogma una forma de ver la vida. Tras este aparente acto impuesto no hay misericordia, sino pretensiones de establecer correcciones políticas y deslegitimar la pluralidad. Los que reclaman demandas de perdón parten de considerarse titulares de la verdad y la justicia. Ese es el presupuesto de esta exigencia universal, no el respeto y la misericordia o la paz de las conciencias. No es el perdón, sino la derrota. No es el respeto, sino la humillación lo pretendido.

Frente a todos estos se alza una sociedad que ha olvidado e integrado en sí misma su historia con todos sus matices. Los intransigentes y elementales son pocos, aunque con la fuerza que les dan quienes podrían, sencillamente, tratarlos como merece su irrelevancia social, pero que parecen o aparecen como representantes de un mundo necesitado de su salvación.

Perdonar es lo que ha hecho la sociedad. Y perdonar es lo que no quieren quienes encabezan las demandas hipócritas de pureza ideológica y de historia falseada. Buscan la condena y para ello confesar la culpa, aunque sea bajo tortura o amenazas de exclusión, garantiza el éxito.

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