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Francisco Pomares

Compañero Alberto

Creo haber dicho –y escrito– en más de una ocasión que me parece excesivo que Alberto Rodríguez haya perdido su escaño por un altercado con un policía durante una manifestación contra el entonces ministro de Educación, en el que parece probado que don Alberto propinó una patada a un policía. No se produjeron daños graves, el policía no resulto herido de consideración, y el incidente se produjo en un momento de tensión, en medio de una gresca. Además, la Justicia es poco justa cuando se aplica pasado tantísimo tiempo. No disculpo el comportamiento de Alberto Rodríguez en aquella manifestación, ni creo que sea algo baladí agredir a un representante uniformado de la autoridad, pero –sinceramente–, no creo que nadie gane nada, ni que la calidad de nuestra democracia mejore por que un diputado pierda su escaño por haberse dejado llevar por la furia hace siete años, cuando ni siquiera soñaba con ser diputado. No soy abogado ni mucho menos magistrado, pero –con toda humildad– creo que sería más de sentido común una sentencia en las que se afeara el comportamiento de Alberto, se le obligara a pagar al policía agredido una compensación mayor de la que ha pagado –50 euros–, y –si es preceptivo que se le suspenda en el cargo de diputado– eso se limite al tiempo de duración de la condena, que es algo como apenas mes y medio. No parece razonable que una afrenta –la patada al policía– cuya reparación el propio tribunal valora en 50 miserables euros lleve aparejada la suspensión permanente de los derechos de diputado.

Dicho eso, reconozco mi sorpresa ante el monumental enfado de Alberto con su partido, al que acusa de no haberlo defendido como debiera. Como secretario de Organización de Podemos, Alberto era el número 2, una persona de la confianza absoluta de Pablo Iglesias, y un hombre respetado y yo diría que apreciado en los Círculos podemitas. Creo que su partido y el Grupo Parlamentario de Unidas Podemos hicieron lo que razonablemente estaba en sus manos para evitar su suspensión como diputado. No habría sido razonable llevar el cumplimiento de una decisión judicial –a las que todos estamos obligados, aunque no nos parezca correcta o incluso justa– al límite de montar una crisis de Gobierno, una reprobación de la presidenta del Congreso o un nuevo cerco a la Cámara, este además con ocupación consentida, porque los ocupantes están ya bien colocados dentro. Alberto está en su derecho a recurrir al Constitucional, a Estrasburgo y hasta a La Haya si se le antoja, pero no puede arrastrar a su partido a una crisis constitucional o una quiebra del Gobierno, sólo porque le haya tocado cumplir una sentencia con la que no está de acuerdo.

Más asombroso aún resultan esas confusas declaraciones televisivas a lo san Iván Redondo, en las que –ahora y solo ahora– el compañero Alberto reprocha a Podemos su política, habla de las limitaciones de esa política cortesana y aboga por «una fuerza de obediencia canaria» (un nuevo añadido, supongo, a las mareantes mareas de la izquierda radical), para rematar finalmente amenazando con un proyecto propio. Patidifusos se han quedado sus compañeros de antes… Después del fin de semana que nos han dado los informativos a cuenta de la presentación del proyecto de país de la vicepresidenta Yolanda Díaz, anunciando su propia y personal apuesta a la izquierda de la izquierda que el PSOE representa, al margen de siglas pasadas y partidos en decadencia, uno se pregunta en qué nueva escalera para llegar al cielo estará pensando esta gente. Porque a este paso, cada izquierdista (ya sea del sector rasta o del sector divino) va a creerse que merece un proyecto político a su imagen y semejanza, o –mejor aún– a su servicio. Yo soy ya un señor mayor, pero toda esta efervescencia me parece propia de niñatos caprichosos. La izquierda que iba a cambiar el mundo –incluyendo el mundo de la izquierda– ahora lo que quiere es mantenerse en su propia y personalísima instalación. Qué lejos queda ya el hiperoxigenado discurso de la casta.

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