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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Malos de lengua

Cuando alguna vecina, sin duda biempensante y piadosa, iba a contarle a mi abuela un chisme de alguna mujer considerada casquivana para la moral de la época, ella cortaba de raíz la conversación con esta frase: «Más vale ser mala de cuerpo que mala de lengua».

Años después, cuando ya se permitió hablar sin tapujos de sus vivencias, me refería estos y otros episodios similares, añadiendo, además, una argumentación sorprendente para alguien sin instrucción, que nació nada más estallar la Gran Guerra: «mala de cuerpo no es nadie, que cada una hace con el suyo lo que quiera, pero, tú sabes, era la manera de decirles que fueran con los cuentos a otra parte».

No hay día en que no me acuerde de mi abuela, que ha sido involuntaria protagonista de más de una columna. Pero es que nadie como ella condensa la sabiduría innata de la que solo pueden presumir unos cuantos seres que, con su manera de hacer, han desafiado a su tiempo, a su género, a las normas sociales y a quien se les pusiera por delante.

En efecto, a la madre de mi madre le repateaban los cizañeros, las murmuradoras, los alcahuetes y los culichichis. Era uno de los pocos defectos para los que no gastaba su particular tolerancia.

Cuando empezaron a ponerse de moda los programas del corazón, cada uno de los implacables jueces que se sentaba a sentenciar cuitas ajenas recibía, de su parte, un mote: «lengua de pedernal», «mala entraña», «perdulario». Daba igual cuál fuera el nombre del espacio o la cadena en la que se emitía; a sus ojos todos eran uno y merecían llamarse de una sola manera. De modo que, cuando empezaba cualquiera de estos, se la oía mascullar de fondo, desde su cuarto: «voy a ver una novela, que ya están poniendo otra vez Los Criticones».

Mi abuela vivió tantas vidas, que no cabrían sus sucesos en tres novelas.

En una de ellas, la que pasó trabajando como interna en una casa de gente religiosa, a la manera del antiguo régimen, la señora tuvo el atrevimiento de decirle: «Dios te va a perdonar tu pecado porque yo he rezado mucho por ti». (Parece ser que el pecado de mi abuela, así, en singular, era no someterse a los designios de su marido, que la abandonó por otra, raptando a su hija, y atreverse a ser feliz sin él). Ella, que siempre prefirió vivir un día colorada que ciento amarilla, le respondió que pecado, ninguno. «Que ese dios al que usted reza, señora, no debe ser el mismo que yo conozco».

Mi abuela se murió, claro, a pesar de que siempre tuvo tintes de eterna, sin poder cumplir los cien, como habría querido. Y, desde hace ya mucho tiempo, por honrarla como honró ella la vida, en mi casa no se recibe a nadie que venga a traer y llevar cuentos, ni se le dan tres cuartos al pregonero, ni pábulo a los que levantan calumnias, ni se junta nadie con señoras con ínfulas de salvadoras de almas.

Sin embargo, de la puerta para fuera, para nuestra desgracia, siguen reinando «Los Criticones».

La Santa Inquisición, que hoy encumbra y mañana hunde en prime time y en redes; que ahora defiende a una mujer maltratada y después insulta a otra por el mismo motivo, sin piedad y sin más criterio que la audiencia o la conveniencia. Los que todo lo pudren con su veneno arbitrario y letal.

Tenemos la casa en orden, sí, pero, en la calle, estamos dejando que ganen los malos de lengua y mi abuela ya no está para atajarlo. Maldita sea.

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