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Luis Ortega

Martel y San Juan

Crecí en una casa grande de dos pisos, en el corazón del barrio de San Sebastián, con una cocina de ladrillos que, por comodidad y limpieza, quedó arrumbada por la metálica de butano, de un verde militar severo; entre ésta y el comedor, el patio y, en la comunicación de ambos espacios, una destiladera de piedra porosa adornada con frondoso culantrillo y, como recuerdo puntual, unas piedras aristadas y azabaches y una bomba perfecta, pulida como un pequeño planeta, traídas por mi padre del Volcán de San Juan, aquel que sumó las explosiones y llamaradas al jolgorio de la noche más breve del año.

No sé que fue de aquellos recuerdos de infancia, pero Manolo y Ana María los recuerdan con la misma nitidez de otras ausencias; y como el vivo afecto que unió al profesor Martel, cronista de la antepenúltima erupción palmera, con nuestro padre cuya inteligencia le salvó de sus carencias de formación reglada, y cuya curiosidad insaciable y osadía empírica nos las contagió para bien a los hermanos.

Con el rigor del notario y la viveza del gacetillero, Martel San Gil relató el diario del suceso que duró cuarenta y siete días y tuvo, como las grandes efemérides, antecedentes y consecuentes que marcaron 1949, un año de la dura posguerra que para La Palma y los palmeros tuvo carácter dramático, con las carencias de todo tipo y la forzada emigración a Venezuela que se juntaron con la falta de libertad en el estado, la represión y la autarquía con la que la dictadura quiso responder al aislamiento.

Incluido en la serie Canarios en su rincón, me contó con pelos y señales aquel suceso geológico que, a partir del No-Do, movilizado por el poderoso Blas Pérez González, colocó a La Palma en el mapa nacional y, de rebote, en la Europa que se recuperaba de la II Guerra Mundial, y en la América Latina, entonces salpicada de totalitarismos y populismos más o menos ruidosos. «La situación especial que vivíamos no favoreció la presencia de geólogos y vulcanólogos de fuera y, por otra parte, para asombro de los pocos forasteros, la gente asumió con cierta resignación el problema, como otro más, diferente y grave, en un periodo difícil».

«Quizá fuera mejor entonces –me recordaba a propósito de la erupción del Teneguía en 1971– que no hubiera especialistas para que sus disputas y la voluntad de ser más originales que el que habló antes, o el que lo va a hacer después, no confundiera a la gente que bastante tiene con sufrir el volcán».

Autor de un libro de época, sencillo, riguroso y útil, Manuel Martel San Gil (1914-2000) fue un ejemplo de ambición y superación personal; maestro de primaria, profesor mercantil, maestro industrial, Ingeniero de Petróleos por L´Ecole Superieure de París, catedrático de geología general y geoquímica en cuatro universidades españolas, doctor en ciencias naturales y farmacia, director del Museo Paleontológico y, en su último destino académico, Rector Magnífico de la Universidad de Alcalá de Henares.

Por una lamentable indolencia de las corporaciones local –su Villa de Mazo, le dedicó una calle y le hizo Hijo Predilecto– e insular, no pudo cumplir su público y reiterado deseo de donar su espléndida colección de minerales a La Palma y ahora luce en la histórica ciudad castellana.

Con inteligencia socarrona me contó una anécdota que luce oportuna en esta hora en la que aparecen un día si y otro no los pronósticos sobre el final del drama. «Me preguntó un paisano de Mazo cuándo iba a acabar el volcán, dos o tres días antes de su inal. No le dije nada; me limité a encogerme de hombros. Ustedes saben tanto de lo que ocurre abajo, como éste –dijo señalando al párroco que nos saludaba– de lo que pasa por arriba».

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