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Juan Pedro Rivero González

SANGRE DE DRAGO

Juan Pedro Rivero González

Todo lo que no sé

Acabo de leer una frase, de alguna manera una reformulación cartesiana del adagio socrático de que «solo sé que no sé nada». Dice así: «Daría todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro». Yo lo haría ahora mismo. Además, por mucho que intentara llenar esta laguna, no tendría tiempo suficiente para cubrir, siquiera, el barro del fondo.

Tal vez sea por eso por lo que cuando creemos saber algo y estamos seguros de saberlo bien, nos aferramos a esa ramita de conocimiento como si fuera toda la verdad o la verdad toda. Y olvidamos lo ridículo que es desdeñar la grandiosidad de lo que se pudiera saber.

Se viene hablando de la reducción de horas lectivas de las humanidades en la nueva Ley de Educación. La filosofía, la literatura, la cultura clásica, etc., parecen ser las culpables del escaso éxito académico de las jóvenes generaciones que han de aumentar los tiempos en materias de ciencia y tecnología. No soy contrario a ese aumento, porque también los científicos deben emular a Descartes en su ámbito de saber, pero me parece doloroso que no se le dé importancia a la cultura en su amplitud y pluralidad.

La pretensión de esa ingeniería social que trata de edificar al ser humano desde dentro, desde lo que debe conocer. Peligro tecnocientífista, permítanme el palabro. De poco nos servirá conocer cómo funciona la vida si no sabemos vivirla bien y ser más felices en ella. Podemos volar, acelerar los desplazamientos, descubrir fuentes alternativas de energía, comunicarnos globalmente en tiempo real; y todo eso está muy bien. Pero ¿nos ayudará a disfrutar del viaje que la vida supone desde su inicio hasta su final natural?

Y no creo que sean las humanidades las que estén llamadas a ello en exclusiva. Conozco algunos científicos que son verdaderos filósofos, y algunos hasta afamados artistas. Hace falta darle al saber una forma interdisciplinar y sistémica. Mirar el cerebro y sus infinitas ramificaciones neuronales con una mirada contemplativa y poética. Porque no es un mero órgano instrumental, sino el medio a través del que alguien puede generar belleza y bondad.

¡Qué poco sabemos! ¡Cuánto nos queda!

La gran tarea de un maestro no es tanto transmitir sus conocimientos, cuanto enseñar a buscar el conocimiento a sus alumnos; a amar el saber y no contentarse con la ramita de conocimiento que les hará poseedores de un título universitario. Vivir con la curiosidad infinita de un niño que destroza el juguete más hermoso por la satisfacción de conocer. Luego perdemos ese don y acumulamos cosas hermosas de las que desconocemos su alma.

La humildad del buscador que comenzó su andadura sin pretender ser un pionero en nada. Recuerdo el consejo del Dr. D. Juan María Laboa Gallego, mi director de tesis, que me decía -entonces me costaba entenderlo- que aquel trabajo desesperante no iba a ser el trabajo de mi vida. Que solo era el comienzo de un camino apasionante.

¡Cuántas cosas no sé!

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