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Francisco Pomares

CO2

Una reciente información sobre la cumbre climática de Glasgow –COP-26 nos recuerda la contradicción que suponen los discursos políticos sobre la necesidad de reducir las emisiones, cuando se comparan con las mil toneladas de CO2 al parecer emitidas por los 76 jets no comerciales que cubrieron el transporte de los líderes políticos y económicos del planeta, y eso solo desde Roma a Glasgow. La polémica también alcanzó al presidente Biden, que llegó a Glasgow en La Bestia (el coche blindado presidencial, que pesa nueve toneladas y chupa carburante como una esponja), escoltado por una comitiva de más de setenta automóviles, una ambulancia y varias furgonetas cargadas de sus asesores, ayudantes, miembros del Gobierno y agentes del servicio secreto y efectivos de las fuerzas armadas capaces de responder a un ataque terrorista.

La reunión de Glasgow es la número 26 de las que se producen en cumplimiento de los acuerdos de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, reunida por primera vez en 1992, y donde se estableció que los gases de efecto invernadero contribuyen al cambio climático, y se decidió que los países que integran la Convención deben reducir la emisión de esos gases. Todo eso se recogió en un tratado suscrito por casi 200 Gobiernos, que es el que se desarrolla en los encuentros COP. El de Glasgow se celebró este año, tras suspenderse por la pandemia el año pasado. El anterior encuentro de la COP, en 2019, se produjo en Madrid. En todos ellos algún aguafiestas recuerda el enorme coste en emisión de gases de efecto invernadero que tienen estos encuentros multinacionales.

Es cierto que lo tienen. Lo que no recuerda nadie es que ese coste supone el chocolate del loro frente al gigantesco consumo energético que implica la minería de datos que precisa la creación de cadenas blockchain, imprescindibles para la creación de criptomonedas, o incluso el uso de las nuevas tecnologías, aparentemente limpias y no contaminantes. Sorprendentemente, del brutal impacto de internet en la emisión de CO2 no se hace eco nadie, quizá porque son las empresas que hoy controlan la información planetaria las principales responsables de un uso masivo de las tecnologías de la comunicación.

Porque… ¿cuánta gente sabe que un iPad emite alrededor de 50 kilos de CO2 cada año, o que Netflix genera cuatro toneladas por minuto? ¿O que el uso del aparentemente inofensivo email supone más de 130 kilos de CO2 per cápita emitidos a lo largo de una vida? ¿Que las consolas de juego produjeron cerca de 25 millones de toneladas métricas de CO2 el año pasado, y eso solo en Estados Unidos? ¿O que los videojuegos significan el 2,4 del consumo de energía doméstica en el mundo? ¿Que media hora de visionado de un vídeo en streaming provoca la emisión de más de un kilo y medio de carbono? Eso suma 300 millones de toneladas de CO2 que se sueltan a la atmósfera sólo por ver vídeos en la red. ¿Cuánta gente es consciente de que la descarga de música online produce hoy el doble de gases de efecto invernadero de lo que consumía la industria discográfica en su apogeo, en el año 2000? ¿Y que escuchar 27 veces un disco en línea consume la misma energía que producir un CD?

Desde las declaraciones de la ministra de defensa de Austria, anda todo el mundo preocupado por la posibilidad de un gran apagón en Europa, producido por un consumo energético creciente, que se mantiene a pesar de las subidas de precio. Pero a pesar de la alerta, el riesgo cierto de un apagón es mucho menos dañino que el de seguir emitiendo CO2 como si no quisiéramos que hubiera un mañana. Explicar la importancia de una mayor sobriedad digital se hace cada vez más necesario, más urgente, más vital.

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