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Casa Blanca

Cualquiera diría que llevamos ya un año sin Donald Trump. La impresión de que se quedó atrás como parte ya de una Historia remota es, sin embargo, engañosa. Su figura sigue arrastrando pasiones: véase sin más el partido de béisbol entre los Bravos de Atlanta y los Astros de Houston, al que asistió el expresidente con su mujer; obsérvese el clamor popular y, en especial, la cara que pone Melanie a tal respecto. Pero la principal razón de esa sospecha creciente de que Trump mira ya hacia las elecciones presidenciales de 2024 con cara golosa está en el fracaso de su sucesor, Biden, incapaz de dar doce meses después una imagen de seriedad en la Casa Blanca. La pérdida de la plaza de Virginia —Gobernador y congresistas— por parte de los demócratas no ha sido sino un clavo más del ataúd en que se está metiendo la presidencia de Biden, tenido hace un año, cuando menos, por un político fiable y eficaz pero atado de pies y manos en todos los proyectos legislativos que ha llevado al Congreso.

La mala noticia es la de la caída de la popularidad de Biden, que alcanza poco más de un 40% de apoyos en el promedio de las encuestas que se celebran sobre su presidencia frente a un 53% de rechazos. La buena noticia a la que agarrarse como clavo ardiendo es que esas mismas encuestas son aún peores cuando se dirigen a Donald Trump. Siendo así, ¿tiene sentido que Trump y Biden, Biden y Trump, ancianos ya, se enfrenten de nuevo dentro de tres años?

En realidad la pregunta a hacerse es si existe alguna alternativa. El campo republicano está controlado con mano férrea por Trump y los posibles candidatos que aspiran a lograr la nominación lo que hacen es ahondar todavía más el extremismo trumpiano en materias como, por utilizar un ejemplo bien significativo hoy, la lucha activa contra las vacunas anti-Covid. Hasta los que parecen más moderados entre los republicanos son negacionistas acérrimos.

En el campo demócrata lo que sucede es lo contrario: falta absoluta de liderazgo por culpa de un presidente que sólo ha tenido éxito a la hora de minimizar la talla política de la vicepresidenta, Kamala Harris. Si la continuidad de un Biden arrojado ya a los pies de los caballos es una apuesta arriesgada y la alternativa lógica de su vicepresidenta no existe, ¿en qué pueden confiar los demócratas para seguir en la Casa Blanca?

En que todo cambie. En que las crisis sanitaria, económica y logística desaparezcan. En que el suicidio geoestratégico de «América para los americanos» se transforme en una política exterior razonable. En que las alianzas válidas a lo largo de más de medio siglo, y sometidas al caos ahora, se recuperen. En que ni China ni Rusia sepan ocupar el espacio abandonado por los Estados Unidos. En suma, hay que creer en la lámpara mágica.

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