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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Viejos que resisten vermú en mano

La animosa Isabel II ha rechazado el premio de Viejo del año (vieja, en su caso), alegando muy razonablemente que la edad es un estado de ánimo y habrá otros ancianos con más merecimientos. La reina solo tiene 95 tacos de almanaque, bien llevados a pesar de -o gracias a- su costumbre de tomarse un martini todas las noches.

Resistirse a la vejez es, en efecto, una cuestión de voluntad. Lo demostró, ya nonagenario y ciego, el que fue presidente de la República Dominicana, Joaquín Balaguer, cuando le regalaron una de esas tortugas del trópico que viven fácilmente cien años. “Es que a estos animalitos se les coge mucho cariño y, claro, cuando se mueren, te llevas un gran disgusto”, dijo a modo de explicación para rechazar el obsequio.

La reina de Inglaterra lo tiene más fácil que el común de sus súbditos, desde luego. Disfruta desde joven de un trabajo fijo y no ha de preocuparse por la tarea, a menudo imposible, de encontrar un empleo pasados los cuarenta o cincuenta años. Quien lo pierda a partir de esas críticas edades está condenado al ostracismo laboral.

De ahí que se haya ideado el término «edadismo» -todavía no reconocido por la Academia- para definir la actitud de aquellos que utilizan la edad como método de categorizar a las personas: y no precisamente para bien.

La discriminación de la gente mayor, y también la de los más jóvenes, no tiene tan mala fama como la que padecen otras personas por cuestiones de raza o sexo; pero lo cierto es que resulta igualmente enojosa. Y no hay un Ministerio de Edadismo que se ocupe de facilitarles un poco la vida a los veteranos.

Los viejos son una carga para el Estado, según se ocupan de recordarnos a menudo organismos tan encumbrados como el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea o la OCDE. Sostienen todos ellos que el gradual envejecimiento de la población hace insostenibles los sistemas de pensiones; y piden, en consecuencia, que los gobiernos sean menos generosos a la hora de retribuir a los jubilados.

No han llegado -aún- al extremo de pedir a los pensionistas que fallezcan lo antes posible para aligerar los presupuestos, como hizo en su día cierto ministro japonés de Finanzas; pero están en ello. La reciente epidemia les echó una mano a quienes tan preocupados andan con la sobreabundancia de ancianos. La guadaña del coronavirus hizo un no pequeño favor a las cuentas de la Seguridad Social en muchos países.

Lo admiten las propias Naciones Unidas. Una de cada dos personas en el mundo tiene prejuicios frente a la gente mayor, según el último informe sobre este asunto de esa alta organización, que dispone de informes para todo, ya que no de soluciones.

Hacen notar los sabios de la ONU que la edad ha sido utilizada como factor discriminatorio para el acceso a tratamientos durante la pandemia todavía en curso. Las elevadas cifras de mortandad en las residencias de ancianos no desmienten en modo alguno esa opinión.

Todo es susceptible de empeorar, naturalmente. Si a la condición de viejo se le añade la de ser mujer, pobre, discapacitado o el pack completo, la situación ya da para morirse, aunque solo sea del disgusto. Por fortuna aún quedan resistentes como la reina Isabel, que se siente un pimpollo a sus 95 y hasta ha cobrado ánimo al enviudar. Se conoce que juega con la ventaja de los Windsor y el martini.

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