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Dejar de esperar

Desde hace muchos años formo parte de innumerables grupos de personas que, con más mala suerte que buena, intentan encontrar a sus seres queridos desaparecidos en la Guerra Civil española. Cada uno tiene sus circunstancias: algunos buscan a su padre, fusilado y enterrado en alguna cuneta; otros nunca supieron qué pasó con su abuelo tras entrar en un campo de concentración o ingresar herido en un hospital de campaña; los hay quienes solo han conseguido llegar a un lugar, una fecha, un hecho y, a partir de ahí, el silencio. Y también hay muchas personas que a día de hoy buscan la identidad real de sus ancestros, abandonados en puertas de familias desconocidas o porque habían asumido el nombre y apellidos de un compañero muerto para evitar represalias a los suyos cuando el enemigo avanzara posiciones.

Se sorprenderían –a mí me pasó– de los miles y miles de españoles y españolas que de norte a sur de la península y 85 años después continúan buscando ahora, sin cesar, a otros miles y miles de españoles, como quien rastrilla la tierra con sus manos para llegar a no saben dónde, pero sí a quién quieren llegar. Los familiares de Manuela, por ejemplo, se están dejando el alma y las dioptrías en hallar a los verdaderos padres y hermanos de su madre, una mujer a la que siendo muy niña abandonaron en la puerta de un hogar extraño, sola, apenas aguantando el equilibrio en sus pequeñas piernecitas, para que se criara con otros apellidos muy lejanos a aquellos que la pudieran asociar con un linaje maldito de fusilados, represaliados y exiliados. Solo una prueba reciente de ADN puso en contacto a sus hijos con otras personas que no quisieron saber nada de la historia, ni de la niña ahora anciana, ni de unos familiares que eran la oveja negra de un escudo heráldico repleto de togas y cuentas corrientes.

En otro lado de la piel de toro, Antonio ha averiguado ahora, al fallecer su abuelo paterno, que los apellidos que él luce en el DNI no son suyos, ni de su padre, ni tampoco de su abuelo, sino de un soldado muerto, compañero de batallón de Antonio senior, quien tampoco se llamaba realmente Antonio, sino Miguel. Y no era del sur, sino del norte. El verdadero Antonio se quedó sin documentación antes de morir en algún momento a finales de la guerra o ya acabada esta, y el abuelo de nuestro protagonista asumió como propia la identidad del otro inventándose una nueva vida sin un pasado tan comprometido de cara a su futura esposa, hijos y nietos, evitando el contacto con la madre y hermanas de su pasado, condenándolas para siempre a llorar a un desaparecido pero evitándoles escarnios, pelos rapados, insultos y palizas.

Fosas comunes, cunetas, carabineros, guardias de asalto, milicianos, rojos, brigadas, huérfanos, listados, registros, instancias, divisiones, bisabuelos, nombres, exhumación, combatientes, archivo, buscar... Hay todo un decálogo de palabras que se adhieren a la piel cuando uno empieza a buscar a los fantasmas, a quienes no tienen lápida en el camposanto ni, en la mayoría de los casos, un simple lugar en el que marcar una cruz en el mapa. El actor Juan Diego Botto decía en una entrevista que «una de las cosas más dolorosas del desaparecido es que delega en los seres queridos la decisión de matarlo. Tienes que decidir que vas a dejar de esperar» y yo pienso en esos miles de personas que no solo no se han cansado de esperar durante 85 años, sino que continúan compartiendo, preguntando y soñando. Y también pienso en el país en que vivimos, tan ignorante del fuego que subyace tras su apariencia triste e indiferente.

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