A medida que avanza el tiempo desde el inicio de la erupción de La Palma se consolidan los peores vaticinios sobre el fenómeno: por un lado, la incertidumbre científica sobre su duración, y por otro, su insaciable poder destructivo, uno de los mayores que se conocen en el historial de los fenómenos vulcanológicos. Dos circunstancias que obligan al replanteamiento del rescate de la isla de La Palma, tanto en lo que se refiere a la reconstrucción de los núcleos poblacionales afectados como a la regeneración de su economía y al restablecimiento de unas condiciones de vida óptimas para los palmeros. Actuaciones todas ellas que desde un principio forman parte del programa de emergencia, pero que ahora, a la vista del comportamiento del volcán de Cumbre Vieja, deben adquirir una mayor precisión e intensidad para no defraudar las expectativas creadas a través de los compromisos alcanzados por las instancias públicas.

Nos encontramos desde hace más de un mes frente a un escenario donde la naturaleza va más rápido que la gestión. Los efectos de la lava tensionan la capacidad de los organismos públicos para resolver el problema de la vivienda, los cobros de las ayudas e indemnizaciones y la materialización de un corpus legal de urgencia para superar los habituales entresijos burocráticos. La cronificación de la erupción de La Palma hace que estos retos se conviertan en objetivos descomunales por su dimensión, máxime para Canarias que los debe afrontar desde su condición de territorio periférico frente al continente y fragmentado por la insularidad.

Luchar a corazón abierto y con energía sobrehumana contra tanta adversidad tiene un mérito imposible de valorar bajo el incansable castigo del volcán. Pero ello no es óbice para poner de manifiesto que dichas fuerzas son limitadas, al igual que lo es el papel de unas instituciones que deberían calibrar su capacidad o no para gestionar las consecuencias de la erupción o su nivel de preparación para abordar el fenómeno. La salvación social y económica de los palmeros es una prioridad absoluta, pero el Gobierno de Canarias, agobiado por la situación, no puede poner en hibernación su acción ejecutiva y legislativa en un momento en que las Islas necesitan del estímulo tras la crisis devastadora del covid.

Huyamos por tanto del exceso de autoconfianza en las propias facultades, tanto las personales como las colectivas, y demos a la grave situación de La Palma el perfil dramático que le corresponde. La devastación que inflige Cumbre Vieja sobre la vida de los palmeros no puede quedar en un mero inventario diario de los avances de la lava, como si se tratase de algo consustancial a las peculiaridades geológicas de Canarias. No, los responsables de la gestión de la crisis volcánica tienen la obligación de transmitir al mundo los daños que causa, los peores conocidos hasta el momento por una erupción dado el crecimiento poblacional sobre el área afectada por los ríos de lava.

El drama humano tampoco puede ser sustituido por el ‘ruido’ de las hipótesis científica, o por la hipnosis que provoca en las audiencias el paisaje infernal de ceniza, fuego y escorias que cubre sin compasión alguna las edificaciones y cultivos.

Vivimos en un mundo que bascula entre la sobreinformación y la desinformación, un proceso perverso que acaba por banalizar las tragedias, o bien desviar la atención sobre el foco anecdótico en menoscabo del acontecimiento trascendental. La Palma podría caer en la red de lo accesorio y acabar siendo devorada por la aceleración de acontecimientos que nos atosigan sin pausa.

Este estado de efervescencia no tiene nada que ver con la idiosincrasia de los palmeros, un modo de vida, un acervo de costumbres y unas tradiciones que deberían constituir la hoja de ruta de la reconstrucción social de La Palma. Una sensibilidad que en modo alguno puede ser captada a través de las visitas exprés que realizan los responsables políticos a la Isla, donde bajo los movimientos sísmicos y los ríos de lava aprovechan para dar a conocer sus programas de ayudas, o para reclamar unidad sin fisuras frente a la desgracia que padecen los palmeros.

Estas llegadas y salidas veloces no han servido por lo pronto para que se aceleren las medidas dirigidas a paliar el problema de la vivienda, entre otras cuestiones de urgencia para las familias afectadas. Sería inconcebible que los compromisos ofertados no saliesen adelante, ya fuese por culpa de la propia demagogia o por las dificultades para llevarlos a cabo. Los palmeros no lo perdonarían.

El carácter brutal de la erupción de Cumbre Vieja, junto a la imposibilidad de poner un punto y final a su proceso, hacen que se imponga la recomendación del pragmatismo. Tanto la emergencia traducida en desalojos, confinamientos, cierres perimetrales y destrucción de bienes, como el día después de que el volcán entre en calma, son situaciones que requieren, más que nunca, de la centralización de los servicios para una gestión eficaz. Pero también de equipos multidisciplinares capaces de aportar sus respectivos conocimientos, reclutados de las áreas de conocimiento de los ámbitos universitarios, sin renunciar a colaboraciones de centros peninsulares y extranjeros.

Al igual que ocurre con el resto de la autonomías, el Archipiélago dispone, por desventura, de la experiencia reciente de la pandemia, que obligó a la región a un despliegue inédito de recursos para hacer frente al coronavirus. Salvando las distancias, existe un aprendizaje y bagaje para aplicar en la erupción de La Palma pautas de coordinación que dieron resultados satisfactorios durante la emergencia sanitaria. La coyuntura imparable de la erupción de Cumbre Vieja conlleva, necesariamente, una renovación de la estrategia para abordar el fenómeno, sin renunciar a ninguno de los medios disponibles, incluso hasta de los recursos humanos de que dispone la administración autonómica dada la situación de excepcionalidad.

El trasvase entre el anuncio de las propuestas y la recepción de las mismas por los afectados debe producirse sin dilación alguna. De no ser así, estaríamos ante un fracaso estrepitoso, sobre todo por el grado de frustración que anidaría en la sociedad palmera, que aún espera saber cómo va a ser su vida de ahora en adelante.