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MI REFLEXIÓN DEL DOMINGO

El mandamiento principal

Era normal que aquel escriba le preguntara a Jesucristo por el mandamiento principal de la Ley. En la época de Jesús todo se había complicado y los judíos contaban hasta 613 preceptos. «Una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar», decía San Pedro (Hch 15, 10)

Los maestros de la ley discutían entre sí sobre cuál sería el más importante de todos los mandamientos, y era lógico que quisieran conocer la opinión de Jesús, en aquel ambiente de hostilidad propio de los días previos a su Pasión.

Jesús le recuerda la Shemá, que los judíos recitan varias veces al día, y que hemos escuchado en la primera lectura: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser».

Y, además, le dice que el segundo mandamiento en orden de importancia, es «amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Pero hay que tener en cuenta que Jesús habla con un judío acerca de la ley judía, dada por Dios a través de Moisés. Los cristianos debemos formular el mandamiento segundo como Jesús nos enseñó: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado».

Estamos acostumbrados a formular el primer mandamiento de un modo más sencillo: amarás a Dios sobre todas las cosas, pero es importante recordar alguna vez la Shemá que expresa mejor la realidad del mandamiento primero, y recogen también nuestros catecismos.

La tentación constante de Israel era la idolatría, rodeado como estaba de pueblos idólatras. Y, de alguna manera, es la tentación del hombre de todos los tiempos. Los dioses son ahora distintos, pero la idolatría es muy parecida.

Por eso, lo primero es señalar de qué Dios hablamos, en qué Dios creemos, a qué Dios hemos de amar. Dice el texto: «El Señor, nuestro Dios, es el único Señor».

Y a este Dios tenemos que amarlo, no de cualquier manera, sino con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser, como corresponde al Dios único, al Señor del universo y de la historia.

Por eso nos quedamos tan extrañados cuando oímos decir: «Yo no tengo pecados».

¿Es que cumplimos ya perfectamente estos dos mandamientos que resumen la Ley y los Profetas? (Mt 22, 40) ¿Amamos ya a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas, con toda el alma y con todo el ser? ¿Y a los hermanos, como Cristo nos amó? ¿Para qué engañarnos y no ser sinceros? (1 Jn 1, 8).

Se ha dicho que la felicidad consiste en amar y sentirse amado. Es la dicha que quiere el Señor para nosotros y que tiene su cima y su raíz en el cumplimiento de sus mandatos. En la primera lectura escuchamos: «Para que te vaya bien y te multipliques». ¿Y dónde encontraremos la ayuda y la fortaleza que necesitamos?

En Cristo, «que tiene el sacerdocio que no pasa», como escuchamos en la Carta a los Hebreos en la segunda lectura de hoy.

Y ya sabemos: en la oración y en los sacramentos, especialmente, en la Eucaristía, encontramos ayuda sobreabundante.

Lo proclamamos en el salmo responsorial: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza».

Aquí radica la santidad de la que tratamos y que celebramos en la Solemnidad de Todos los Santos.

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