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Qué bien te veo

Me topo con un conocido muy simpático y a modo de saludo me espeta: «Qué bien te veo». Lo dice con brío, con el brío que a mí me falta tan temprano. Y lo repite. Le doy las gracias, le digo que yo también lo veo muy bien y nos despedimos. Ambos llevamos prisa. Bueno, no. Yo lo que llevo es una camisa nueva y una bolsa, pero la verdad es que no sé dónde voy tan rápido. Quizás a la oficina. Cuando me echo a andar muy temprano por el centro de la ciudad llega un momento en que ya no sé dónde ir. Entonces voy a la oficina. Verás tú qué drama el día que me canse de andar pero ya me hayan despedido.

Pero hoy además de no tener prisa me voy a dejar ver por la calle principal a ver si hay otro conocido que me dice que me ve bien. Conviene aprovechar estas rachas. Luego llega una racha en la que la gente te dice que te ve mal, cansado, u ojeroso y cualquiera la remonta. Así que sí. A ver si alguien más me ve bien. Aunque sea porque ha salido del oculista. El ánimo de uno depende de la locuacidad o amabilidad de otros. Qué hubiera pasado si en lugar de torcer en aquel cruce a la izquierda hubiera torcido a la derecha. Pues que no me habría encontrado con el conocido locuaz y amable que me ha espetado (parezco una sardina) que me ve bien. Muy bien, para ser más exactos. «Qué bien te veo», sí, eso ha dicho. Dos veces. Con brío. La verdad es que no sé por qué no lo he invitado a café ni por qué no me he tomado ya uno. Avanza la mañana y no me encuentro a nadie. Se me va a ir poniendo cara de cansado y ya nadie me va a decir que me ve bien. Ahora me entra miedo en los cruces y plazas. No quiero tomar la dirección qué mal te veo. Quiero tomar la dirección qué bien te veo. La dirección del me alegro de verte y no la del tener que esquivar a un pelma. Qué hace un pelma cuando nadie lo ve. Decido ir a la oficina pero antes imagino a todos mis compañeros sin acudir a ella, dando vueltas por la ciudad en busca de un elogio, de un amigo o de una bifurcación. Qué bien los veo.

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