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José Luis Villacañas

Estado garantista

Lo que hemos visto en el caso del diputado de Podemos Alberto Rodríguez, revela una clave de la política del país. Lo hace mucho más que la incapacidad del Gobierno de derogar la reforma laboral, bajar la luz, llevar una política de vivienda o mejorar la financiación autonómica. Estos asuntos son elementos discretos que deben ser interpretados. El asunto Rodríguez revela la índole fundamental del dispositivo estatal. Aquellos son síntomas. Este otro hecho revela la lógica misma del aparato del Estado de la que se derivan los síntomas.

Rodríguez fue un símbolo en la apertura de las Cortes en 2015 y concentró las expresiones escandalizadas de la derecha. Para muchos actores conservadores representó la invasión de los antisistema en el corazón del Estado. Era evidente que todo se pondría en movimiento para inmunizarse contra un diputado que resistía a la homogeneización de los representantes políticos estándar. Y lo buscó con la fría saña con la que por aquí se ejerce el poder. Así, trascendió en su día el intento de empapelarlo por un asunto que tuvo lugar en La Laguna durante la navidad de 2006. Allí la policía local mantuvo un altercado con un grupo de jóvenes que andaban bebiendo por la noche. La cosa acabó lanzando algunos vasos y botellas a los agentes. Fernández estaba entre esos jóvenes.

Ese procedimiento judicial debía seguirse en La Laguna. Dos jóvenes llegaron a una sentencia de conformidad en 2014, pero Alberto Rodríguez no se avino y quedó pendiente de juicio. Años después, alguien rescató el escrito de calificación del fiscal y lo mandó al Tribunal Supremo. La prensa nacional dio la noticia en su día. Sin embargo, cuando se quiso activar la causa, había prescrito. Nadie se desanimó, porque al parecer había otra oportunidad de lanzarse contra Alberto Rodríguez. Una manifestación de 2014 en la que se le acusaba de haber propinado dos agresiones a un policía. Algún periódico tituló: «A la tercera se sentará en el banquillo». La fiera estaba cazada.

Según relataba la Cadena Ser en su crónica de la vista en septiembre, Rodríguez negó los hechos. Su defensa mostró un vídeo en el que se veía al mismo policía que lo acusaba de golpearlo dos veces en la rodilla y en la mano, y en el momento en que se decía que habían ocurrido los hechos. Pero no se veía por ningún sitio a Rodríguez, que no pasa desapercibido precisamente, ya que mide dos metros. El policía confesó que la pequeña herida de la mano al final no se la había producido el acusado; además, reconoció que en la rodilla solo tuvo una pequeña molestia que le había desaparecido esa misma noche; no había inflamación ni dolor, sólo estaba un poco roja. Esos son los hechos confesados por el policía.

Vayamos ahora a las explicaciones. La razón de que el policía se desdijera de la agresión de la mano es que en los acontecimientos «había mucho barullo». Así que reconoció: «Supongo que sería de otra cosa». El policía reconoce que llevaba el escudo en la mano. Sin embargo, el golpe en la rodilla, que a la noche ya se le había pasado y que no le impidió seguir trabajando durante el día, eso sí que fue confirmado y valorado por la Policía como un acto voluntario de Rodríguez. Aquí no hay suposición alguna; no podía ser por otra causa.

Sin embargo, en la grabación de vídeo que presenta la defensa, Rodríguez no aparece por sitio alguno. Él confirma que no estaba en ese lugar concreto de los hechos, justo en la barrera de vallas que en ese momento se desmontaba, permitiendo el contacto con la línea de policías, que no se llegó a romper. La acusación dice que ese vídeo es aportado por la defensa y que no tiene valor probatorio. Se olvida de que quien tiene que probar algo es el fiscal, no el acusado. Éste, haciendo el trabajo de la Policía, muestra que cuando se producen los hechos de contacto de los manifestantes con ese policía en cuestión, Rodríguez no estaba allí. El argumento del fiscal, absurdo, da por sentado que el diputado es necesariamente culpable, pues considera inválido un testimonio que podría exculparlo. Él no presenta otra prueba en contra. Dice que «concluir que Alberto Rodríguez no estaba allí es mucha imaginación». Tanta como concluir que lo estaba. Este es el tipo de situaciones que en las películas lleva a concluir: «No culpable».

En lugar de presentar otra prueba, el fiscal se limita a apoyarse únicamente en la palabra del policía. Ignoro quién es el fiscal de esta causa. Pero el argumento que reporta la Ser, si es el que se dio, pasará a los anales del Estado de Derecho. Dice el fiscal que, cuando un agente local recibe una agresión y va a un centro de salud, «contamos con ese adverbio probatorio». Es de suponer que los sabios jueces del Supremo habrán interpretado jurídicamente esta expresión. Los demás mortales solo nos preguntamos qué será un adverbio probatorio.

El fiscal dice que Rodríguez fue citado tres meses después de los hechos y justifica que no fuera detenido en el acto por esta razón: «¿Se imaginan a un agente deteniendo a una persona de dos metros? ¿Cómo habría podido acabar eso?». La pregunta podría ser que cómo una persona de dos metros propina una patada voluntaria en la rodilla a un policía y a la noche ya no le queda rastro. No sé si esto tiene el aspecto de un «montaje policial», como afirma Rodríguez. En realidad, de montaje no tiene nada. Es sencillamente la brutal realidad de una palabra sin las pruebas necesarias.

Y aquí es donde está la clave de la cuestión. Para el Tribunal Supremo del Estado la palabra de un policía local es de mayor cualidad que la de ciudadano con rastas, al margen de que sea un diputado de la nación. No tienen el mismo peso. Esto es una anomalía democrática. Podemos escribir montañas de procedimientos garantistas, pero con este principio nadie está seguro aquí. Sin embargo, la fiscalía, con una hipocresía proverbial, en lugar de retirar los cargos, se limitó a pedir no los seis meses del principio, sino solo tres. Había que descontar la inexistente agresión de la mano.

Haber permitido este proceso y esta sentencia es una vergüenza democrática que deja malparado el honor de las Cortes. Si esto hubiera tenido lugar en 1640 en el Parlamento de Londres, no quiero imaginar lo que podría haber pasado. Se ha quitado la representación política a un diputado del Parlamento español con los argumentos vistos. Ni un representante del tercio familiar en las Cortes de Franco habría merecido ese trato. Todo esto nos induce a identificar el origen del síntoma. Sencillamente que al señor Rodríguez ni a los representados por él se los considera parte legítima de la nación. Pero si en un país pasa esto, ya puede pasar cualquier cosa.

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