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El poder de un plato de comida

José Andrés (JA), un cocinero ecuménico, que este año recibió, en el Teatro Campoamor, el Premio Princesa de Asturias de la Concordia, se enfrentó a su discurso, bromeando: «Con un culín de sidra esto sería más fácil».

Fue una intervención, útil, sin rodeos: «Creo que hay un camino mejor para el mundo si entendemos el poder de los alimentos. Este premio no es sólo para mí, sino que lo comparto con la gente que alimenta a los hambrientos y eleva a las comunidades a través del poder de la comida», escoltada con una reflexión personal: «Como voluntario, me di cuenta de que las personas sin voz y sin rostro, no quieren nuestra limosna, quieren nuestro respeto y su dignidad. Y ese es el poder que tiene un plato de comida».

Profeta en su tierra (Mieres, 1969), el chef y filántropo compartió el premio con una ONG que, desde 2017, viene facilitando alimentos a damnificados en emergencias alimentarias y sociales –erupciones volcánicas, huracanes, terremotos, incendios– que se suceden sin pausa en el mundo.

Poniendo por testigo a una solícita princesa (heredera), hizo una intencional declaración de principios: «Estoy orgulloso de ser asturiano, catalán, español y americano a la vez. Me siento como un inmigrante del mundo, construyendo puentes y entendiendo que el mundo necesita mesas más largas en las que la comida pueda servir para unirnos y no muros más altos que nos separen».

Durante la pandemia, JA organizó el reparto de alimentos en Madrid, Barcelona, Soria, Segovia, Sevilla y Bilbao. Y recordó que esos inmigrantes «que muchos no quieren», han hecho posible que hubiese comida en la mesa, porque son los que, trabajando en el campo, cargaban camiones o llevaban colaciones a las residencias.

El mierense, empachado de «discursos y palabras vacías», descargó evidencias: «No se pueden hacer conferencias sobre el hambre sin invitar a nadie que pase hambre, yendo al grano sin cambiar sus convicciones: tenemos que dejar de desperdiciar el 40% de alimentos que producimos».

Para concluir, concretando las ganancias: «Si a diario proporcionamos comidas sanas a nuestros niños y mayores, mejorará la salud y ahorraremos dinero. Podemos llevar la estabilidad y la paz a distintas partes del mundo, pero solo si nos aseguramos de que las familias tienen alimentos en la mesa».

Hijo de enfermeros, relató con orgullo que vio como sus padres sobrepasaban los límites del deber para cuidar a los demás. «Las personas sin voz y sin rostro, esas personas que parecen sombras en la niebla necesitan a personas que las cuiden».

Y siguiendo con las cosas de vivir y comer, anunció que su parte del premio (50.000 euros) la donará para los damnificados por la erupción volcánica en la isla canaria, donde diariamente la organización de JA da de comer a entre 1.500 y 2.500 personas: «Mi corazón, como sé que está el de todos ustedes, está con la gente de La Palma, que no debe ser olvidada en este momento. Seguiremos estando allí, al lado de la gente, hasta que no nos necesiten».

Duplicando la cantidad del premio, tanto por su parte como por su esposa, a la que dedicó el galardón: «No lo iba a hacer, pero tengo que hacerlo (...) Te quiero mucho, Patricia. Esto es tanto tuyo como mío».

Llegó hace treinta años a los Estados Unidos, a bordo del Juan Sebastián Elcano, donde estaba haciendo la mili como ayudante de cocina, y decidió establecerse allí. Antes de hacerse empresario (ahora propietario de más de veinte restaurantes), a finales de los años ochenta fue discípulo, en el Bulli de Ferran Adrià, «que no se contentaba con nada, era un transgresor y se preguntaba el por qué de todo». Juntos han abierto en Nueva York: Mercado Little Spain, 3.200 metros cuadrados de marca España.

El cocinero asturiano; fervoroso lector de Steinbeck. Las uvas de la ira le marcó la vida: «Allá donde haya una lucha para dar de comer a lo hambrientos, allí estaré»; terminó su perspicaz alegato parafraseando al jurista francés y filósofo Brillat-Savarin, escritor del primer tratado de gastronomía, Fisiología del gusto o meditaciones de gastronomía trascendental (1825), que ya condicionaba el futuro a que el mundo se alimente mejor, donde la comida sea la solución y no el problema. «El destino de nuestra nación depende de cómo alimentamos a nuestros ciudadanos más vulnerables durante las crisis».

El Rey inició su discurso de Estado, enviando ánimo y apoyo a la isla de La Palma: «Sus habitantes nos han pedido que no les olvidemos y así será, no les olvidaremos», alabando el coraje de los sanitarios, fundamental en el último año: «Rendirse no es una opción, nos decían ellos en los peores momentos de la pandemia» y destacando el valor admirable de Perales, una persona, José Andrés, profundamente comprometida y de una gran humanidad. «Es realmente admirable su grandeza».

Tras advertir de la fragilidad de los valores democráticos, que no nos vienen dados, y cuyo vigor y vigencia demandan siempre una defensa firme, permanente, constante y consciente, reivindicó «la lealtad a nuestro país» como «pilar básico» de una sociedad capaz de sobreponerse y reclamó «serenidad y sosiego» para afrontar «momentos decisivos para nuestro futuro»

Mientras el orbayu arreciaba sin templanza, ya en el chigre, suspiró: «Oricios y sidra… ¡Viva Asturias!».

¡Si sabrá el Grande de España lo que es el poder de un plato de comida!

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