Estoy acatarrado desde hace días; todos coinciden en que es la señal definitiva de que la «normalidad» en el covid ha dejado paso a los virus estacionales. Creo que he pillado el resfriado por culpa de los cambios de temperatura y el aire acondicionado, pero me reconforta saber que vuelvo al ser humano de toda la vida con los achuchones de siempre y el moquillo pendiente de un hilo. Es el orden natural de las cosas. Durante la pandemia nos libramos de las corrientes de aire y estuvimos menos expuestos a las descargas eléctricas de la política, que parece haber recobrado también la normalidad. En este caso resulta más bien desasosegante; Gombrowicz escribió que la normalidad es un equilibrista sobre el abismo de la anormalidad y que el orden cotidiano oculta demasiadas demencias. Es exagerado pensar que todas provienen de la política y de quienes gobiernan y, sin embargo, a muchos nos van a enterrar con la sensación de que quienes están ahí para arreglar las cosas acaban con frecuencia siendo los responsables del desbarajuste y de que los problemas crezcan.
El Gobierno, por ejemplo, ha justificado la imposición del catastrazo con que se trata de una medida para perseguir el fraude fiscal, que seguirá gozando de impunidad como hasta ahora porque nadie se toma la molestia de combatirlo en serio y con eficacia. Lo que yo creo, no sé si estarán de acuerdo conmigo, es que con la nueva ley para incrementar las bases de referencia de los inmuebles la mayoría de los contribuyentes tendrán que pagar más. Eso se sumará al coste de la factura eléctrica, el hachazo a los autónomos y a la subida de los impuestos en general, que busca como fin primordial contentar a los socios que mantienen en vilo la legislatura y alimentar el clientelismo del voto con políticas pseudosociales abrasivas para el común de los ciudadanos. Hemos vuelto al orden cotidiano de Gombrowicz, que son la locura y el disparate.
