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Jorge Bethencourt

Manual de objeciones

Jorge Bethencourt

Las barbas del vecino

Hace una década, Grecia se desplomó. La economía helena había sobrevivido a base de gasto público y deuda. Fue famoso el caso del pequeño jardín de un hospital público de Atenas, el Evangelismos, con cuatro arbustos, atendidos nada menos que por cuarenta y cinco jardineros. Pero un día se acabó la fiesta. La gran crisis que había empezado en 2008 levantó el telón de la tragedia cuando se reveló que el gobierno de ese país había estado dando datos falsos a la Unión Europea, ocultando miles de millones en deuda país.

La bolsa de Atenas, en pocos días, bajó a los avernos. En 2010 una agencia de calificación de riesgo valoró los títulos de deuda griego como “bonos basura”. Grecia se quedó sin nadie que le dejara dinero para sobrevivir y tuvo de acudir a la UE —a Alemania— y al Fondo Monetario Internacional. Había empezado el largo calvario de “ajustes macroeconómicos”. Es decir, recortes brutales en el empleo público y en los gastos del Estado.

Durante algún tiempo, la nueva coalición de izquierda que se hizo con el poder, en 2012, Syriza, levantó la bandera del patriotismo, negándose a que los prestamistas les exigieran medidas que no estaban dispuestos a aceptar. Pero el orgullo duró lo que duran dos piedras de hielo en un whisky on the rocks. Desde hace casi diez años los griegos están pagando lenta, amarga y dolorosamente los excesos de una gestión pública nefasta.

España, naturalmente, no es Grecia. Ni por el tamaño de su economía —diez veces mayor— ni por su situación reputacional en los mercados internacionales. Y no tenemos cuarenta jardineros públicos para cuidar un parterre. Pero las cabras se están empezando a salir del corral. Las obligaciones públicas de nuestro estado del bienestar se sostienen ahora mismo gracias al endeudamiento. Y parte del dinero de la UE tendrá que devolverse en los próximos años.

¿Problemas? Ninguno, si no pasa nada. Pero el coste de las materias primas se está poniendo por las nubles. El precio de la luz se ha disparado. La inflación empieza a preocupar gravemente a los expertos. Y empezamos a ver, en países como Gran Bretaña, signos de turbulencia económica y social. La salida de la crisis creada por la pandemia mundial no es exactamente como la habíamos imaginado. Y cuando el viento sopla muy fuerte tira al suelo a los árboles que tienen las raíces podridas. No estaría mal que nos acordásemos de las barbas griegas.

Fundamentalismo

Los escritores Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero desvelaron hace unos días que estaban detrás del seudónimo “Carmen Mola”, tras ganar un millón de euros del Premio Planeta 2021 por la novela ‘La bestia’. Y eso después de haber vendido más de doscientos mil ejemplares de otros tres libros hoy famosos: “La novia gitana”, “La red púrpura” y “La nena”. Los tres autores premiados tuvieron que desvelar su secreto y contaron, en una entrevista, que en el proceso de elegir nombre para un trabajo colectivo alguien dijo “el de Carmen mola”. Y moló tanto que al final se denominaron “Carmen Mola”. Una humorada. Pero estos son tiempos peligrosos para el humor. Algunos colectivos feministas se han sentido indignados porque tres hombres hayan elegido un nombre de mujer para presentar un trabajo literario. Lo han calificado de mentira, fraude, estafa y no sé cuántas cosas más. Cabría preguntarse por qué. ¿Tal vez piensen que por ser mujer tendrían algún trato de favor del jurado? Porque, por qué otra razón no va a poder un hombre —o tres— elegir un seudónimo femenino de la misma forma que una mujer puede elegir uno masculino. Es como si las librerías que sean propiedad de machos heteropatriarcales procedieran a devolver el libro de Robert Galbratih porque en realidad detrás de ese nombre está nada más y nada menos que la famosa autora de la saga de Harry Potter, J.K. Rowling. O sea una estupidez que se califica por sí sola. Lo dicho. Cada vez hay más extremistas, menos humor y muchísimas menos neuronas.

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